Literatura para iluminar el mal
Mi familia no murió en los campos de concentración. No hubo ni hay en mi casa, como no hubo en la de mi madre ni en la de mi padre, fotos de amores asesinados; nadie de los nuestros desapareció durante la Segunda Guerra, todos llegaron antes a la Argentina, todos vivieron el infierno nazi desde este lado del Atlántico y, sin embargo, el Holocausto es también para mí un drama personal. No percibo agotamiento en esas historias, como si fuera posible aún dar nuevo sentido a lo que fue una épica del odio y la industrialización de la muerte. Días atrás llegué un mediodía temprano a Villa Ocampo invitada por Gloria Silva, su directora. Ese mediodía el sol era pura felicidad en Punta Chica y una mesa servida nos esperaba en el jardín. Antes del almuerzo, nos invitaron a recorrer la muestra que se puede ver hasta el 8 de agosto, a propósito de los 70 años de los juicios de Núremberg. Invitada por el British Council, en 1946 Victoria Ocampo fue la única latinoamericana presente en el proceso que terminó con la condena de los jerarcas nazis. Contó esa experiencia dos veces, primero en forma de carta y catarsis a sus hermanas y cuatro años después, como literatura.
En una sala a oscuras se proyectaban imágenes del juicio y, al mismo tiempo, distintas voces reproducían fragmentos de "Impresiones de Núremberg", un texto que puede leerse en Soledad Sonora, cuarto tomo de los Testimonios de Victoria. Se trata de una crónica algo distante, levemente frívola y profundamente personal, donde "la mirada implacable de la testigo mezcla lo atroz con lo trivial", como escribió Sylvia Molloy. Para Victoria Liendo, una estudiosa de la obra de Victoria, la autora "cede el lugar de la palabra legal y la relevancia histórica a los que saben de eso (diarios, amigos) para ocuparse de algo más: sus percepciones, asociaciones e intuiciones".
Victoria cuenta desde cierta invisibilidad (es la única mujer en la audiencia; es más, destaca con énfasis la falta de mujeres entre los jueces), no abunda en emociones y hace foco en detalles como la ropa que le queda grande a Göring o la manta que cubre los pies de Hess. La frivolidad pone en cuestión y ridiculiza a la bestia. Es el detalle lo que convierte su testimonio en algo que va más allá del documento. "Mi corazón no estaba casi emocionado; como si hubiese dejado de comprender", escribe. "Pero mi estómago se apresuraba a reemplazarlo. Había medido el alcance y entendido el lenguaje de todas las abominaciones. Una especie de silencio atómico llenaba mi corazón. Sólo el estómago hablaba con rapidez, a su manera". Las fotos la conmueven mucho más que lo real, lo dice así: "Comprobé que algunos álbumes de fotografías son más espantosos que los films y las pieles humanas, color habano claro, apilados en un rincón". O así: "Las fotos sí son horribles. Montañas de anteojos tirados. Bolas de pelo de mujer (siete mil kilos aquí, siete mil kilos allí). Los desperdicios de la jabonería: cabezas cortadas y scalpées. Mujeres desnudas corriendo. Otras que van a fusilar. Chicos llorando. Mal rayo los parta".
La noche anterior a la visita a Villa Ocampo había terminado de leer La dirección del ausente, una novela abrumadora escrita por la francesa Ruth Zylberman, portadora de lo que llama la "radioactividad de la catástrofe" por ser hija, sobrina y nieta de deportados. En la novela, la narradora y su madre (quien pasó por el campo con su propia madre y su hermana menor, que ya murieron) están en el ex campo de exterminio Bergen-Belsen, donde se acuñó el destino familiar. Quien habla creció escuchando el horror de boca de las tres mujeres mayores y sufrientes. Por primera vez, su madre está allí sola, sin testigos de su padecimiento. "Se arrodilló a metros de mí, sin dirigirme la mirada. Arrastraba su abrigo por el piso, la tierra, el césped; separó ligeramente las piernas. Estaba arrodillada como un animal, como un simio, como un lobo, como un perro. Era tan pequeña como un niño. Miraba para todas partes, y comprendí que buscaba la presencia de su hermana, de su madre. Buscaba su jauría. Habría podido, en un instante, sacar un recipiente oxidado, lamer sin cuchara. Habría podido devorar las migas de un pan invisible. Habría podido pararse, pasar por encima de los cadáveres, habría podido echar a los que venían a mendigarle de su sopa, habría podido ser una niña amenazante y monstruosa".
Zylberman recurre a una estructura que juega con el sueño y a una prosa lírica para apagar el espanto de las víctimas. Victoria apela a la distancia y a la ironía para hacer la crónica del juicio a los asesinos. Una escuchó y contó; la otra vio las pruebas del oprobio y se dispuso a narrar. Hay momentos de la humanidad que no se agotan: siempre está surgiendo una nueva manera de iluminar la feroz oscuridad de la razón.
Twitter: @hindelita