Literatura e Internet: ¿sueñan los escritores con novelas eléctricas?
Lo más joven de la literatura argentina escribe sobre la Red y se pregunta por la potencia y los límites de la cultura digital
"Todos nuestros sueños ya son de Windows", dice un personaje de Te quiero, la novela de J. P. Zooey. Una frase que, con su entonación publicitaria, parece burlarse de la libertad con la que, según creemos, nuestra imaginación y nuestros deseos se dispersan por las redes virtuales. Como nunca en la historia de la humanidad, la información está al alcance del público a costos relativamente baratos. Internet representa el archivo más completo de casi todo el saber, las imágenes, las narraciones y los productos comerciales. Provee los medios de comunicación que alimentan y ponen en circulación nuestra cultura. El conocimiento está allí, al alcance de un teclado, lo que debería representar una garantía de libertad de elección y de creatividad. Sin embargo, la pregunta que nos deja la novela de Zooey parece el despertar de una pesadilla borgeana: ¿somos nosotros los que expresamos nuestras ideas a través de la Red o es la Red la que nos piensa?
Después de que el chisporroteo de la Alt Lit, nacida de los casi extintos blogs, mostró el potencial de una literatura nacida en Internet, es la propia literatura la que da su mirada sobre cómo la informática transforma la experiencia. Seis novelas de autores argentinos jóvenes, con muy diversos estilos e ideas narrativas, invitan a reflexionar sobre la potencia y los límites de la cultura digital en la segunda década del siglo XXI.
En Te quiero (Páprika 2014), J. P. Zooey, seudónimo tras el que se oculta un misterioso autor argentino, describe la relación entre Bonny y Clyde, dos jóvenes de veintitantos que se conocen a través de la Web. Él es un escritor inédito que sobrevive gracias a una beca universitaria y ella estudia con desgano diseño de indumentaria mientras trabaja en una lavandería. Con una ligereza más que sospechosa, Zooey describe sus encuentros cotidianos: comidas levemente vegetarianas alternadas con pizzerías, videos musicales de YouTube, charlas en WhatsApp, cuidados a sus gatos Já y Deschanel, planes para realizar asaltos a joyerías que no se narran en la novela pero que la pareja ensaya mirando tutoriales en Internet. Se declaran alegremente apolíticos, cada conversación está puntuada por alguna referencia pop y calman sus ataques de pánico recitando marcas comerciales: "Vegetalex, Midax, Skype, Dell, Lenovo, MercadoLibre, Google, Microsoft, YouTube, Curitas, Proplan, Polka". En esa banalidad extrema, los personajes logran sin embargo resultar conmovedores. Zooey registra un código sensible que cualquier navegante de Internet captará de inmediato, porque está cifrado en la puerilidad de su lenguaje: "Estarías pareciéndote a un pibe Face y te quiero y correría como un conejo hasta abrazarte y desearte suerte". No es que no tengan nada interesante para decir, sino que la novela decide anular la relevancia de lo que dicen.
"Jonny dijo algo sobre un vehículo ideológico", "Bonny dijo algo sobre el saber y fue al baño": cualquier idea propia de los discursos tradicionales del saber se anota apenas como "algo". Así, frases filosas como "los psicóticos son los emprendedores del mañana" quedan diluidas en esa ligereza de "Pibe Face". Nada, o casi nada, pasa, y sin embargo, la novela nos interpela porque difícilmente se encuentre un texto más contemporáneo en el que reconocerse. Te quiero resulta inquietante porque sintetiza identidades codificadas según las pautas de las redes sociales: su sensibilidad es infantil, pero también efectiva como un emoticón.
Sagrado Sebakis (Buenos Aires, 1985) es todavía más osado en su diagnóstico de la cultura 2.0. En su novela Gordo (Milena Caserola, 2011), va más allá de la superficie expresiva de la Web para preguntarse cómo es la formación cultural de alguien educado en el abismo sin fondo de la red de redes. Su narrador es un "croto digital" de 150 kilos, culto, desprejuiciado y voraz. Recorre con ferocidad el modesto under literario argentino y latinoamericano, consume drogas y fiestas, consigue todo el sexo que puede y navega, busca incansablemente productos culturales, literatura clásica y canciones pop, reversiones de la canción pop, reversiones de la reversión de la canción pop, hasta que, como le sucede a cualquier adicto, conciliar el sueño se vuelve la más anhelada utopía. Gordo se lee como una versión actualísima del Yonqui, de William Burroughs, en la que la heroína se cambia por videos, música, textos, juegos, ficciones y pornografía. La cultura es una lista de tags interminable que lleva de Scott Fitzgerald al Mortal Kombat y de Robert Walser a Ricardo Montaner, en encadenamientos que no dejan de producir sentidos cada vez más veloces, hasta el desmayo, literal, frente a la pantalla ("Duermo una hora. Tenso la mandíbula de más. Me duele la muela. Me levanto. Voy al baño. Agarro el cepillo. Me siento en una silla de la cocina. Me cepillo sentado. Me quedo dormido. Se me cae el cepillo. Me despierto. Levanto el cepillo y lo dejo sobre la mesa. Me acuesto. Duermo media hora. Me despierto. Me levanto de la cama. Intento fumar porro. Me quedo dormido. Se me cae el porro. Se me cae el cepillo. Se me cae el encendedor. Se me cae el alma"). En esa biblioteca de Babel hecha de infinitos fragmentos apenas legibles, la información carece de valor, es un caos mudo que sólo puede escuchar quien sepa leer, es decir, quien construya un modo particular de decodificar la maraña y construir su sentido propio. Así define Sebakis a sus Happy Few: "Esos seres capaces de ver, a través de la codificación y el enrosque, la enumeración y la velocidad. Buscadores incansables, cargados de vida. Aquellos que no terminan de comprender si es que todo el tiempo están sorprendiéndose de todo como recién nacidos o si es que nada los sorprende."
Los conspiradores
Ver a través del código es, para Sebakis, no dejarse atrapar por la seducción de una cultura reducida a su consumo mercantil. El "código" informático se transforma en metáfora literaria para pensar la disputa de valores simbólicos. Con su elegante arquitectura, la novela de Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, 1982), El recurso humano (Milena Caserola, 2014), lleva al extremo esta oposición entre apreciación y cuantificación, y considera la posibilidad de que el deseo, el impulso básico de la experiencia humana, pueda ser transformado en una variable administrada por un algoritmo. El narrador, un programador freelance de spam, cuenta el pasaje de una relación sentimental a otra. El diario de su relación amorosa con Verónica se narra desde el fin hacia el comienzo, desandando su camino. Los capítulos de ese amor se intercalan con la historia de la infidelidad que inicia su relación con Konstanza. Una lucha de pasiones que es también el fin de un viejo mundo y el nacimiento del nuevo. Konstanza forma parte de una suerte de conspiración tecnológico-corporativa que tiene como objetivo construir un código global de los hábitos de consumo, para predecirlos y, si es posible, manipularlos: "El perfeccionamiento total de una mercancía amoldada a los deseos predecibles de cada consumidor consta de la construcción de una burbuja cerrada e individual de deseos". La pregunta que surge es si la tecnología de la información es el medio por el que el hombre acabará definitivamente con su naturaleza animal, incontrolable, pero también creativa: "¿Somos libres de pensar, sentir y experimentar todo lo que pensamos sentimos y experimentamos, o se trata de rumbos predefinidos, de pensamientos ya procesados, de sentimientos catalogados, de experiencias acotadas a una esfera cerrada de posibilidades predecibles a partir de una fórmula algorítmica? ¿Es el deseo realmente una fuerza incontrolable?". La cultura, entonces, dejaría de ser "un cruce entre aldeas" diversas, el encuentro con "el otro radical". La hipótesis hiperbólica de esta ciencia ficción paranoica define un nuevo tipo de héroe libertario: el criptólogo. La conspiración a la que pertenece Konstanza transmite los datos del mapeo de los deseos humanos a través de "macrogramas", inscripciones crípticas disimuladas como grafitis en cada zona de la ciudad. Están allí a la vista de todos, pero sólo los iniciados pueden leerlas. El poder para vencer al Gran Hermano no lo tiene quien posee la información sino el que es capaz de romper el código, el que sabe leer.
Las constelaciones oscuras (Random House, 2015), de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977), lleva el fantasma del control absoluto hacia una hipótesis del salto evolutivo biotecnológico. En sus ideas científicas se pueden reconocer, con leves diferencias, la teoría de la bióloga Lynn Margulis, dueña de una mirada antidarwiniana de la evolución basada en la simbiosis bacteriana como factor de vida, y que, en sus hipótesis más extremas, piensa el rol evolutivo de la humanidad como el de una especia destinada a "incubar" tecnología. Así, la vida se serviría de eso para expandirse a otros planetas. Oloixarac toma esta idea de simbiosis para imaginar un sistema de control biométrico basado en la combinación de memoria digital con materia orgánica. La novela narra la historia de un hacker, Cassio, que se involucra en el proyecto Estromatoliton, otra vez, un conglomerado de empresas privadas y públicas que acumula información de la población. Pero en este caso, a los recorridos de consumo se suman los "trayectos vitales", su código completo de ADN y todos sus movimientos. Se trata del control sobre la información total de lo viviente, una cantidad de datos inconmensurable, sólo procesable por la combinación de memoria digital con material biológico. Y sobre todo, se trata de la capacidad de vigilancia y control absolutos sobre la vida en manos de una empresa privada. Contra ese fantasma, Oloixarac recupera el espíritu libertario del hacker, el héroe mutante que se inmolará inyectándose los datos del sistema como un virus contagioso, para volverlos públicos y, por lo tanto, carentes de valor.
Una de las características cruciales de ambas novelas de ciencia ficción conspirativa es que, mientras que décadas atrás narraciones como Matrix o Terminator pensaban el apocalipsis como una lucha entre máquinas y humanos, El recurso humano y Las constelaciones oscuras deben ya hilar más fino: el sometimiento del hombre al control informático surge de sus propias convulsiones internas, de sus deseos y de su evolución biológica y social. Una contradicción que se repite en el origen híbrido de Internet, entre el proyecto militar y la vanguardia intelectual y libertaria de los programadores. En esa ecuación, Oloixarac reivindica al tradicional hacker contracultural, un modelo que, entre las ficciones online actuales, reaparece en la serie Mr. Robot, inspirada en la evanescente asociación internacional de hackers Anonymous.
Paranoia y delirio
En el archivo total de Internet conviven, entonces, la anarquía creativa y el orden homogéneo de la cultura como bien de consumo. Para observar con distancia iluminadora esa contienda, la literatura trabaja desde los bordes de la cultura, tomándola como material pero imprimiéndole su propia búsqueda y su lógica. En estos relatos, esa estrategia posible para el arte se sirve de dos formas de la imaginación: la paranoia que interpreta sin fin las redes, informáticas y sociales, y el delirio que desbarata todas las categorías de clasificación (según la definición de Ricardo Piglia, el lugar del monstruo, lo que no entra en ningún orden conocido). Un ejemplo reciente de ficción paranoica sobre la cultura digital es la novela Cataratas (Random House, 2015), de Hernán Vanoli (Buenos Aires, 1980). Con el estilo de la ciencia ficción cercana en el tiempo, casi realista, Vanoli construye un futuro tecnocrático propiamente sudamericano y tercermundista: desastrado y exuberante, violento y gozoso. En ese futuro próximo todos los actores políticos forman parte de un mismo sistema cerrado: los Estados, las corporaciones (sobre todo Google Iris, una empresa informática de espionaje legal de los ciudadanos), las fuerzas de seguridad, la economía informal, los grupos guerrilleros. Aun los sectores en conflicto están conectados en algún punto de la red. En ese contexto, un grupo de sociólogos asiste a un congreso, más preocupados por sus becas y sus luchas de poder que por la verdad de sus investigaciones. Sólo lograrán comprender cómo funciona el sistema que dicen estudiar cuando uno de ellos cometa un crimen, es decir, cuando pasen del otro lado de la ley y vean por fin el funcionamiento completo de una sociedad que incluye la corrupción como uno de sus fundamentos necesarios.
En el otro extremo de la imaginación, el delirio desbarata las clasificaciones existentes y se aventura a nuevos e impensados mundos. A ese impulso responde el libro de cuentos Las redes invisibles (Momofuku, 2014), de Sebastián Robles (Villa Ballester, 1979). Robles toma las redes sociales como géneros: clasificaciones y modelos de relatos posibles y modos de expresión, y los pone a bailar. Como un tratado futuro de antropología, cada cuento se detiene en su propia red social: una para compartir la experiencia de la muerte; otra en la que se obtiene la indiscutible pareja perfecta; otra exclusiva para animales, en la que, gracias a ciertos dispositivos, éstos logran comunicarse y comenzar una rebelión contra los humanos; otra en la que se hace realidad el borgeano mundo de Tlön; una que, secretamente desde la década de 1930, agrupa a todos los intelectuales argentinos del siglo XX. Al crear redes inexistentes para la ilimitada imaginación humana, Robles nos permite ver los límites de las redes existentes en las que intentamos dar una imagen pública a nuestras vidas reales.
El océano eléctrico de la información es mudo. Para oírlo es necesario interpretarlo, y la literatura puede hacerlo imaginando los mundos que son posibles y los que no lo son, lo que sobrevive y lo que ya ha muerto. Con tales recursos, estas novelas actuales se proponen "descraquear" los códigos superficiales de las redes informáticas para leerlas en profundidad. Así logran hacer de la imaginación escrita una experiencia para nuevas sensibilidades, capaces de brindarle sentido a un mundo cada vez más saturado de presente. De ese modo, como solía desearlo Fogwill, la lectura y la escritura se transforman en una estrategia para no ser escritos por otros.