LIMA
En un famoso ensayo de 1964, el escritor Sebastián Salazar Bondy la bautizó "Lima la horrible", más para archivar el peso simbólico de su nostálgica imagen colonial e inyectarle un poco de vitalidad contemporánea que para señalar una fealdad intrínseca. La capital peruana tal vez sea vengativa: Salazar Bondy murió un año después de su dictamen. Tenía apenas 41 años.
"Ahora habría que llamarla Lima la linda", me avisa un conocido que, con su profesional ojo sociológico, viene de visitarla y asombrarse por el boom económico que atraviesa la ciudad.
Las expectativas suelen ser traicioneras. Lima, a título personal, va más allá de la belleza. Tuve la fortuna de visitarla varias veces desde finales de los años 80, de manera periódica, durante una década. Veinte años, sin embargo, me separan de la última vez, y quizá por eso el afecto poco tiene que ver con la estética: más bien se relaciona con las diversas capas geológicas de la propia biografía. Lima, tanto tiempo después, cambió menos de lo que me anunciaban. El cielo sigue encapotado de manera casi permanente, aunque de alguna manera el mar (tal vez por el notorio desarrollo de un shopping en sus cercanías), parece más omnipresente. Ya no existen los abruptos cortes de luz (cuando Sendero Luminoso, aún activo, se dedicaba a volar torres de alta tensión como si quisiera contradecir su nombre), aunque sí persisten dos detalles cotidianos insólitos: todavía hoy cuando uno se toma un taxi por la calle debe antes negociar con el chofer el precio del viaje y en el hotel, para el desayuno, perdura la esencia de café (un concentrado que hay que arrojar al agua, como si de té se tratara).
El cambio más notorio en el paisaje limeño es su profusión de restaurantes, que han convertido a Lima en la capital gastronómica de América Latina, acaparando los primeros puestos de esos listados un poco arbitrarios de las revistas especializadas. Claro está, el arte de la comida no es nuevo: siempre estuvo ahí. En mi primera visita, en el lejano 1988, un amigo peruano no solo tuvo la generosidad de recibirme en la casa de su familia durante un mes: también me llevó al restaurante de uno de sus primos, chef de profesión. Fue mi primer contacto con el ají de gallina (una mezcla de ave con ajíes y singulares papas amarillas), pero también con las aterciopeladas virtudes del pisco sour, ese trago que usa como base la bebida nacional, el aguardiente de uva, y se bate con limón y clara de huevo licuada.
Para conmemorar aquella experiencia inaugural, negocié el precio de un taxi hasta el centro histórico de la ciudad que –según la singular distribución urbana– queda a trasmano de las zonas más frecuentadas. El destino era el Gran Hotel Bolívar, un viejo establecimiento en la barra de cuyo bar –al menos dice la fama– se inventó el trago peruano por antonomasia. La expedición terminó en fracaso (por algún encuentro especial en su interior, el hotel estaba férreamente rodeado por la policía antidisturbios) y hubo que ir a otro lado por el pisco. La tarea fue simple, pero permitió corroborar uno de los cambios más sensibles para alguien que viene del fondo de los tiempos. La Plaza de Armas –con su catedral, donde se encuentran los restos del asesinado Francisco Pizarro– sigue impecable, aunque los aledaños, que antes desbordaban de populosos y poco salubres puestos callejeros donde se vendía chicha y chicharrones, que teñían todo de un insalvable aroma a fritanga, brillan por su ausencia. Es una gran noticia –la municipalidad se hizo cargo de revalorizar el casco histórico–, si bien, acostumbrado al viejo caos, también probé la nostalgia sentimental del limeño adoptivo que anduvo largo tiempo ausente.
No hay de todos modos sorpresa que por bien no venga: con mi pisco sour en mano, frente a la Plaza San Martín, y mientras leía Los geniecillos dominicales, pude sentirme un personaje más de Julio Ramón Ribeyro. Es posible que nunca esa zona se haya parecido tanto a la que rondaban aquellos estudiantes proclives a la borrachera bohemia que imaginó –o inspiró en su experiencia personal– el menos conocido de los mejores escritores peruanos.
El pisco resulta omnipresente (pronto descubriría que la coctelería peruana no solo tiene el sour, sino también el Capitán, especie de Manhattan vernáculo, y la Algarrobina, que le agrega miel de algarrobo), pero la bebida es casi un dato subsidiario al lado de la colorida variedad de la comida.
En la Argentina, todos somos técnicos de fútbol en potencia; en Perú, son gastrónomos eruditos. No hay limeño con el que se hable del tema que no saque a relucir como una muletilla inevitable que el mar frente a sus costas –en el que coinciden la corriente fría de Humboldt, que viene de Chile, y la del Niño, cálida, que baja de Ecuador– es el más rico del mundo en términos ictícolas. Hoy se pone en duda que los esquimales tengan cincuenta maneras de nombrar el hielo, pero los peruanos sí tienen 2300 variedades de papas, por no nombrar tubérculos únicos como el olluco o el camote. También poseen la mayor cantidad de ecotipos de maíz (incluyendo el formidable maíz morado) y una variedad de ajíes para todo uso (del ají panca al ají limo, pasando por el rocoto, un pimiento fuerte).
Los alimentos se volvieron un activo que se potencia con las diferentes tradiciones que alimentan la cocina del país. Los pueblos preincaicos practicaban con talento la agricultura y la pesca. La llegada española dio origen a la comida criolla. Las zonas andinas y la región selvática tienen su propio perfil, e invaden la ciudad con sus texturas y sabores. Y a todo eso hay que sumar la influencia china (los famosos locales de paso llamados chifas) y la comida nikkei, surgida de la fortísima inmigración japonesa que se multiplica en las proteicas versiones de cebiche, un plato en realidad más antiguo, en que los cortes de pescado o mariscos marinados parecen reflejar como un espejo todos los ingredientes arracimados en su jugo cítrico, la leche de tigre.
De retorno a Miraflores, una voz cantarina explica desde la radio cómo hacer la pachamanca, un plato de carne (de vaca, cerdo o pollo) que históricamente se cocina bajo tierra con piedras precalentadas. La voz no es otra que la de Gastón Acurio, el chef que, al decir de todos en esta ciudad, colocó a Perú en el mapa gastronómico mundial y que, según me explica el nuevo taxista al volante, tiene un micro diario para enseñar a cocinar bien y de manera saludable. "Es una cuestión de marketing", dice para explicar el auge culinario, una palabra de la que los peruanos se valen sin tratarla con desdén.
Acurio no es ni por asomo el único chef de nota. Resulta si se quiere el mascarón de proa, y tuvo la habilidad empresarial de diseminar por la ciudad varios restaurantes, que apuntan a públicos distintos. Conserva el más histórico, que otro limeño con talento verbal define para mi provecho como "para diplomáticos" (en vez de "carísimo"), otro intermedio, abocado a la comida criolla, y una cadena más informal, que sirve casi lo mismo sin desmerecimientos. En uno de los últimos, con vista al mar, el mozo ofrece la carta de postres y, cuando se la acepto por cortesía, llega manejando con destreza una gran bandeja, casi un ovni, con el despliegue de cada uno de los dulces en cuestión. Dispuestos en ronda, tienen el aire de una extraña obra de arte contemporáneo. ¿Cómo negarse a esa mazamorra morada o a la mousse de lúcuma, esa fruta algo seca para comer en solitario, pero que resulta imbatible en cualquier combinación?
El epicentro culinario de Lima está en Miraflores, donde los restaurantes, desperdigándose mucho más allá de su plaza central, declinan especialidades de cualquier orden, de pescados a guisos como la carapulcra. Pero, del otro lado de una quebrada, se extienden también al distrito de Barranco, tradicional barrio residencial en el que abundan las viejas casas señoriales. En esa zona está el Puente de los suspiros, lugar de históricos encuentros amorosos y que algún lector recordará por la canción de Chabuca Granda. Ahí, en un espacio sin mayores pompas, se pueden comer los mejores anticuchos, esa suerte de brochettes de corazón de res (también se hace con otras carnes) que, al parecer, cocían a la parrilla los esclavos con las vísceras que descartaban sus amos y es hoy uno de los platos peruanos más clásicos.
Unas cuadras más allá de esa zona turística se encuentra El central, de otro cocinero famoso, Virgilio Martínez Véliz, al que no le faltan vecinos detractores: su local está ubicado en una zona donde no están permitidos los comercios. El central suele encabezar la lista de mejores restaurants de América Latina (en una reciente lo superó el también limeño Maido, de fusión peruano-japonesa) y su nota distintiva es el uso de productos locales exóticos, de poca circulación. Por suerte para mi bolsillo, solo me queda verlo de lejos: las reservas hay que hacerlas con meses de antelación. Tal vez Lima, se me ocurre, no sea ni linda ni horrible: es, más bien, exquisita y suculenta. Y siempre queda el consuelo, para el final, de un último suspiro limeño.