Lima, tantos meses después
Un mes antes de viajar a Lima, me sometí a una dieta estricta. Estaba realmente gordo y me avergonzaba. Tenía miedo de que mi madre Dorita se escandalizara al ver mi sobrepeso. No nos habíamos visto en treinta meses. No quería decepcionarla.
Dejé de comer chocolates y helados, quesos y jamones, salmón y caviar. Dejé de comer todo lo rico y tentador que hay en este mundo. Me condené a comer solo claras de huevo revueltas y a beber solo jugo de naranja. Tan severas privaciones provocaron un cambio en mi estado de ánimo. Me convertí en un hombre mustio, abúlico, casi macilento.
Sin embargo, la dieta no tardó en funcionar: en un mes, perdí ocho kilos. Seguía estando gordo, pero no tan obscenamente. Me ilusionaba que mi madre, después de dos años y medio sin vernos, celebrase que hubiese bajado de peso.
Cuando finalmente la visité en su casa un domingo por la tarde, mamá me abrazó, puso una mano delicadamente sobre mi vientre y dijo, en tono risueño:
-Tienes una barriga descomunal.
Por lo visto, la dieta fue un fracaso, o lo fue al menos ante la severa mirada de mi madre. Esa misma noche, decidí suspender la dieta, pasar por un hotel y comer helados de lúcuma.
-Tienes el pelo demasiado largo -me dijo también mi madre, sorprendida.
Efectivamente, tenía el pelo largo y no pensaba cortármelo para complacerla. Si quisiera complacer en todo a mi madre, tendría que mudarme a Lima, dejar de escribir, dedicarme a la política, rezar todos los días, ir a misa los domingos con ella y correr maratones. Nada de eso habrá de ocurrir, por cierto. No quiero vivir en Lima, ni ser un político, ni ser un atleta. No puedo ser el hijo que mamá quisiera tener. Una vez más, sentí que la había decepcionado.
-Te pido por favor que no vayas diciendo por todas partes que eres bipolar -me amonestó mi madre-. No eres bipolar. No deberías tomar pastillas. Deja las pastillas. Por eso estás tan gordo. Los médicos que te han hecho creer que eres bipolar son todos ateos.
Yo estoy convencido de que soy bipolar y si dejo de tomar las pastillas para regular ese trastorno, sería desdichado, miserable, y seguramente moriría. Por eso no puedo obedecer a mi madre. Pero cuando me dijo esas cosas, solo atiné a sonreír dócilmente y a decirle, sumiso:
-Tomo nota de tus consejos, mamá.
Hemos venido a Lima, una ciudad que siempre nos asusta, porque mi esposa Silvia está presentando una novela. Estoy orgulloso de ella. Es su quinta novela y Silvia tiene apenas treinta y tres años. Ha recreado en la ficción uno de sus primeros amores. Su padre leyó la novela y le dijo:
-¿Cuándo vas a cambiar de tema?
Los escritores, y los artistas en general, no eligen sus temas: sus temas, es decir sus obsesiones, los eligen a ellos. Silvia es una escritora valiente y se atreve a escribir de sus heridas, sus traumas, sus obsesiones, de todo aquello que más le duele. No debe cambiar de tema, no puede cambiar de tema. Debe escribir de lo que su corazonada y su intuición le dicten escribir, aun si su padre le pide cambiar de tema, aun si su madre no ha leído la novela y al parecer no tiene apuro en leerla. No lo entiendo. Me entristece. Me recuerda a mi madre, cuando publiqué mis primeras novelas traspasadas de sensibilidad gay, diciéndome:
-No he leído tu libro porque es una basura.
Es decir que Silvia y yo tenemos unas madres que nos quieren tanto que no leen nuestras novelas y preferirían que no fuésemos escritores. Al final del día, un escritor no puede escribir pensando en complacer a su mamá. Un escritor debe expresarse sin pudores ni temores, sin aspirar a contentar a todos, siguiendo su propia voz, dejándose turbar e inspirarse por sus más quemantes obsesiones.
El viaje de Miami a Lima fue una auténtica pesadilla. El vuelo de American, cómo no, salió con tres horas de retraso. Los asientos de ejecutiva no se reclinaban con una mínima comodidad, ni tenían pantallas para ver películas, ni nos entregaron pantallas portátiles para verlas. Nuestra hija estaba tan incómoda en esa postura erguida que desde luego no podía dormir. Mi esposa trataba de disolver su malhumor en vino tinto de dudosa calidad. Yo me aferraba a escribir como un poseso. Llegando a Lima, el taxi que habíamos reservado no nos esperaba. Tuvimos que subirnos a un taxi al paso, con los riesgos consiguientes. Era un auto minúsculo, de fabricación china, caja mecánica. Estábamos apiñados y el chofer no paraba de hablar de política, al tiempo que conducía con una lentitud exasperante. Nos detuvimos en veintiocho semáforos en rojo antes de llegar a nuestro departamento. Llegamos a las cuatro de la mañana. Increíblemente, nuestra hija estaba contenta e ilusionada. Antes de acostarse, se sometió a su minuciosa rutina de hidratación facial, aplicándose lociones purificadoras y cremas rejuvenecedoras. Algo notable, pues tiene apenas once años.
Mi esposa y yo nos hemos propuesto no hablar de política estos días en Lima. La política es un veneno, un número incierto de palabras y emociones cargadas todas de ponzoña. No daré una sola entrevista, no me rebajaré a hablar del fango hediondo que es la política. De nuevo, decepciono a mi madre: ella me pregunta por los temas políticos que la atormentan, pero yo me repliego, me hago el distraído y cambio de tema. Solo me interesa hablar de mi hermana Doris, que perdió la vida en un accidente hace pocos meses, y de la familia en general. No quiero contaminarme con el cianuro o la cicuta menor de la política.
He tenido la suerte de reunirme, en pocos días, con mis hermanos, o con los que están en Lima. He visitado sus casas espléndidas, hemos salido a cenar, me he reído con ellos, me he sentido orgulloso de ellos. Ha sido particularmente estimulante compartir una cena con mi hermano banquero y su esposa artista. Ha sido fantástico compartir el té de la tarde con mi hermano artista, su esposa y sus hijas adorables, educadísimas. Ha sido alentador hablar de los próximos viajes que tienen en el horizonte mis hermanos empresarios, infatigables. Ha sido penoso escuchar el relato de mi querido hermano músico y deportista que no puede ver a sus hijos debido a las mañas, tretas y argucias de la mujer que fue su esposa.
Pero el momento más conmovedor del viaje, y el que más temor me inspiraba, fue invitar a cenar al esposo de mi hermana que falleció y a uno de sus hijos. Quedé maravillado. Como mi hermana que ya no está, su esposo y su hijo poseen unos espíritus despoblados de maldad y egoísmo, están nimbados por una aureola de profunda bondad, son creyentes y van a misa, aman a los animales, en particular a los perros (tienen catorce perros nada menos), y en sus miradas y sus sonrisas uno percibe nítidamente que mi hermana está viva, que vive en ellos, que vivirá siempre en ellos, guiándolos, protegiéndolos, iluminándoles el camino. Me entusiasmó enterarme de que, si los vientos son propicios, los libros de poesía que publicó mi hermana serán reeditados, y un libro sobre el balneario norteño donde ella vivía y perdió la vida será editado como ella hubiese querido. Acaso el momento más feliz de aquella conversación fue cuando recordamos con qué pasión y destreza bailaba mi hermana, cómo dejaba la vida bailando las canciones que más le gustaban, cómo de adolescente a mí me fascinaba bailar con ella.
Mi madre, que es una santa, y que me ve como un hijo fallido, defectuoso, como una bala perdida, como un holgazán que duerme hasta mediodía, como un bobito fofo que escribe libros dictados por el diablo mismísimo, nos ha preguntado si puede ir a la presentación de la novela de Silvia en una librería.
-Mejor no vayas -le he sugerido-. Habrá muchos periodistas. Te harán preguntas sobre política. No te conviene exponerte.
-Entonces iré -ha dicho mi madre-. Yo quiero que me pregunten sobre política. Quiero pronunciarme.
-Mejor no lo hagas mamá -he insistido.
-Tienes miedo de que me robe el show -ha dicho ella, pícara.
Una de las mejores amigas de mi esposa, Sofía G, que es poeta, filósofa, ensayista y lesbiana, y que escribe maravillosamente, y que es una de las criaturas más inteligentes que he conocido, y que vivía en Madrid con su esposa, ha tenido que volver a Lima, porque su padre, a quien yo tenía como una persona culta, de mente abierta, ha dejado de darle dinero, acusándola de ser una degenerada, una pervertida, solo por ejercer con libertad su amor por las mujeres. Humillada, sin dinero, agraviada por la intolerancia de su padre, Sofía G ha regresado a Lima. Quiero encontrarle un editor. Es un crimen que no publiquen sus escritos. La admiro. Y deploro que su padre, incapaz de quererla como lesbiana, tome represalias financieras contra ella. Yo estaría muy orgulloso si Sofía fuese mi hija.
Los pocos días inciertos que me quedan en Lima antes de volver a casa en Miami, un retorno a la libertad y la paz que siempre está impregnado de una dicha tranquila, la felicidad de saber que supimos alejarnos a tiempo de la tribu revoltosa en que nacimos, me dedicaré a comer granadillas, helados de lúcuma y sánguches de vainilla con chocolate Donofrio que compro en la gasolinera. Es decir que mi dieta de un mes ha terminado. Me rindo. He fracasado. Me iré de Lima con las palabras de mi madre, recordándome la verdad desnuda:
-Tienes una barriga descomunal.
Me temo que moriré gordo, pero, con suerte, no en Lima, una ciudad a la que no volveremos pronto, quizás ni siquiera en navidades.