Liliana Maresca. Un animal salvaje
La artista es recordada por amigos y colegas, días antes de la muestra que le dedicará el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
“Siempre percibí a Liliana Maresca como un animal salvaje, una artista que atravesó una transformación profunda.” Así define la directora de teatro y curadora Vivi Tellas a Liliana Maresca, mítica artista fallecida en 1994, a la que se rendirá homenaje en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. La muestra El ojo avizor abrirá al público el 17 de este mes. A continuación, varios de quienes la conocieron de cerca describen en primera persona algunas de las huellas que dejó.
MARCELO POMBO (artista)
Liliana Maresca vivía conectada con varios mundos. Entre la sabiduría oriental y el desenfreno, era una señora formal y a la vez marginal. Le gustaban el orden y la mesura tanto como el caos y la prisa. Egoísta y salvaje, y al mismo tiempo la amiga más solidaria; astuta e inocente... y así podría continuar una extensa lista.
Todo esto explica en parte el aura que poseía y la atracción que despertaba. Y, por supuesto, aparece con claridad en su obra, que continúa en nuestros días desplegándose como una flor que se abre y emana un perfume intacto, sutil pero concentrado.
Podría contar un montón de anécdotas sobre Liliana. Elijo dos muy personales, incluso banales. En 1991 me acompañó a firmar el contrato de alquiler del primer lugar en el que iba a vivir solo. Para impresionar a los empleados de la inmobiliaria se puso un tapado de piel, largo hasta el suelo, que nos impactó a todos.
La otra anécdota se relaciona con su preocupacíon por ser enterrada en un cementerio lindo, para que la fueran a visitar sus amigos. Consiguió una parcela en el bello Cementerio Alemán de Chacarita y yo cumplí su deseo, aunque nunca fui demasiado creyente. Su tumba fue la única que visité en mis 57 años de vida, ya con varios muertos queridos, para despedirme en soledad y decirle cuánto la quise.
ELBA BAIRON (artista)
De las experiencias compartidas con Liliana recuerdo en especial un viaje que hicimos en auto con Marcia Schvartz a Bahía Blanca, en 1988. En el museo de esa ciudad expusimos una muestra que se tituló Madres y artistas, porque las tres trabajábamos y a la vez cumplíamos la función de madres de manera muy intensa. Allí Liliana expuso por primera vez sus ramas con bronce.
En 1994, mientras estaba internada en el Hospital Ramos Mejía, comenzó a hacer las caritas que se reproducen en el catálogo de la muestra del Moderno. Mientras recibía su tratamiento, leía, escribía y dibujaba con sus pasteles sobre un bloc de hojas, con mucha energía. No eran retratos de alguien en especial, sino que encontraba mucho placer en repetir un mismo esquema. En una de mis visitas, me dio a elegir un par.
En el hospital manteníamos cierto silencio; nos comunicábamos a través de las miradas y el afecto. Le propuse hacer una muestra con esas máscaras, que inauguramos en junio de ese año con obras mías y de Margarita Ezcurra en la galería de Sara García Uriburu. Ella no pudo ir. Creo que fueron sus últimas obras.
MARTÍN KOVENSKY (artista)
Quisiera tener una historia, una perla que fuera la síntesis perfecta de lo que fue Maresca. Perla, arena, ostra, mar. Busco… pero no la encuentro. Nada es casualidad. Quizás Liliana sea la síntesis de un proceso histórico de una riqueza y una complejidad tan grande que no cabe en una anécdota.
La conocí en 1983, en la extravagante redacción de la revista El Porteño. Después, como tantos otros, compartí con ella proyectos, acciones y movidas artísticas. Se sabe que Maresca fue una gran conectora de personas y que siempre alentó el trabajo colectivo.
De esa época, mi mayor orgullo fue haber participado de la delirante muestra que armamos en un Lave-Rap en el centro de Buenos Aires. Después llegaron los años noventa, y Maresca fue un puente entre artistas de estéticas diferentes que simbolizaron aquellas décadas.
Hoy el rescate de su trabajo está en primera línea. Lo siento como algo paradojal y también lleno de justicia poética, después de la dureza y la ausencia de “éxito” de aquellos años marginales del underground.
Mi hija Nina Kovensky, también artista, está armando un proyecto titulado Que aparezca Maresca. Quizás la mejor historia que pueda contar sobre Liliana esté en el futuro. A ella le hubiera gustado que fuera así.
JULIO SÁNCHEZ (curador)
Nos unía el barrio, el arte, la alquimia y el budismo. Cada tanto la visitaba en su casa de la calle Estados Unidos. Nos cruzábamos en la verdulería y me contaba proyectos temibles: quería entrar en una villa, meterse en una casa y pasar la noche ahí. ¿Para qué? “Si se mete un tipo y me quiere violar, saco un arma y lo mato”, decía ella. ¿Por qué? “Quiero saber qué se siente matar una persona”, argumentaba. Por suerte nunca lo hizo.
Ambos leíamos con pasión el Tao Te King y textos budistas, pero también necesitábamos la práctica. Por eso compartimos un retiro de meditación zen; pasamos durísimas y silenciosas horas concentrados en la respiración y en calmar nuestra mente.
Cuando la invité a exponer en la plaza seca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, rompió miles de libros de lectura obligatoria. Decía que esa facultad producía profesores que enseñaban a alumnos que serían profesores, que ensenarían a otros alumnos, como una serpiente que se come la cola. Por eso eligió fabricar un gigantesco ouroboros, como una denuncia del pensamiento autosatisfecho.
GACHI HASPER (artista)
A Lili le gustaba armar lío. Cuando organizó en 1993 con Marcia Schvartz, Felipe Pino y Duilio Pierri la discusión acerca de Arte Light en el Rojas, estaba lleno de gente y se gritaban de todo. Jorge Gumier Maier estaba en el fondo de la sala y se los quería comer crudos. Sobre todo a Marcia, que trataba de provocar y era bastante ofensiva. Era muy caótico pero muy divertido. Esa charla se trató de reversionar cuando se hizo lo de Rosa Light y Rosa Luxemburgo en 2003 en el Malba, pero no tuvo esa gracia.
Me acuerdo de haber visitado varias de sus muestras. Una de las que más me impresionó fue Wotan-Vulcano, en el Centro Cultural Recoleta, en 1991. Era imposible no estremecerse en presencia de esa instalación que aludía, entre otras cosas, a la guerra del Golfo. A través de Adriana Miranda –que en esa época hacía todos los registros de foto y video de Liliana, como una especie de biógrafa– me enteré de la limpieza de varios días con fuego y lavandina que tuvo que hacer para quitar los restos cadavéricos de las carcasas de ataúdes que le había prestado el Cementerio de la Chacarita.
Producción: Celina Chatruc