Lijo a la Corte sería el “triunfo cultural” de Alberto Fernández
La cultura política de “mirar para otro lado” y pasar por alto las “alertas éticas” le permitió a uno llegar y mantenerse en la Presidencia; ¿le permitirá al otro acceder al máximo tribunal de la Nación?
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¿Qué valor le damos a la ética en la función pública? ¿Cómo reaccionan los dirigentes, los militantes y los simples ciudadanos frente a los desvíos, los abusos y las obscenidades del poder? ¿Cuánto importan la trayectoria y la conducta a la hora de evaluar a los protagonistas de la escena institucional?
El escándalo que rodea a Alberto Fernández y la postulación de Ariel Lijo a la Corte nos ponen, de una u otra forma, frente a esos interrogantes cruciales. Parecen hechos desconectados y alejados uno del otro. Uno provoca estupor, el otro intenta pasar desapercibido. Uno tiene la estridencia de una trama sórdida y grotesca, el otro parece un asunto técnico y un debate jurídico entre especialistas. Sin embargo, en los dos casos vale la pena tomar un poco de perspectiva para observar las reacciones frente a situaciones y comportamientos emparentados con la oscuridad. Algunas de esas reacciones abonarán el pesimismo, pero otras alentarán la esperanza.
Un simple recorte de algunas declaraciones realizadas en estos días puede leerse como un muestrario de actitudes y deformaciones que han anidado en la cultura política. Varias tienen que ver con la profunda incapacidad de muchos dirigentes y militantes para asumir sus propias responsabilidades y la rapidez para desentenderse de lo que ellos mismos “fabricaron”. Frente al derrumbe de Alberto Fernández, a sus propios promotores no se les mueve un músculo en el intento de despegarse. Nadie se hace cargo, nadie pide perdón. Son rasgos muy enquistados en la psicología del poder, como si los fracasos y las miserias siempre fueran ajenas y nunca tuvieran responsables. El kirchnerismo convirtió esos mecanismos en una especialidad: nunca se hizo cargo de los bolsos de López, del yate de Insaurralde, de los cuadernos de Centeno ni de las andanzas de Boudou, por citar solo algunos escándalos resonantes. Ni autocrítica ni disculpas: esas fueron consignas de hierro. Cuando uno era descubierto se lo arrojaba al olvido, como si hubiera sido una oveja descarriada y no un engranaje del sistema.
Hoy asistimos a un desfile de dirigentes que buscan despegarse y tomar distancia. No se ha escuchado una sola voz que se parezca a un pedido de perdón a la sociedad. Nadie que diga “nos equivocamos”. Nadie que tenga la honradez y la decencia de decir “yo fui parte, asumo mi responsabilidad con vergüenza y con dolor”. Ahora resulta que nadie lo impulsó, nadie lo apoyó, nadie lo exaltó ni protegió a un expresidente que convirtió a la impostura, al ocultamiento y la mentira en herramientas de gobierno. Nadie vio nada. Importa observar esas reacciones, porque el señor Fernández es parte de una historia ominosa, pero ya anclada en el pasado. La que sigue viva, y se conjuga en presente, es esa cultura política que no se hace cargo ni asume responsabilidades, que mira para otro lado y actúa con oportunismo obsceno, que no repara en cuestiones éticas y que cuando el oprobio se hace evidente, dice “yo no fui”.
Es una cultura empeñada siempre en dar vuelta las cosas y en crear su propio relato. Lo revelan otras afirmaciones de estos días: “Cristina también fue víctima de maltrato”, dijo un exministro que, sin embargo, se mantuvo impávido en su cargo durante los cuatro años de la presidencia de Fernández. Asoma ahí la apuesta a la victimización, otro rasgo típico de los populismos: la culpa siempre es de otro. Nunca faltan conspiraciones y fantasmas para explicar las desgracias. En cualquier momento dirán que a Fernández se los “plantaron” los “enemigos del pueblo”.
Del muestrario de declaraciones de estos días también se desprende la naturalidad con la que se ha incorporado la hipocresía. Si había que simular, se lo hacía sin titubeos ni remordimientos. Lo acaba de confesar un actor que supo sacar provecho de su militancia kirchnerista: “Lo de Alberto lo veíamos venir, pero fingimos demencia”, reconoció en un alarde de franqueza. El plural es adecuado: incluye a un nutrido colectivo de artistas e “intelectuales” que, por conveniencia y privilegios, se hicieron los distraídos. Lo veían, pero callaban. Cultivaron la obsecuencia y priorizaron sus comodidades e intereses por encima de cualquier principio. Magro homenaje a la rebeldía y la independencia de otras generaciones de artistas, que podían tener simpatías políticas, pero no renunciaban por ellas a la honestidad intelectual.
Surgen, inevitablemente, algunas preguntas contrafácticas: ¿hubieran seguido en esa actitud de “fingir demencia” si el kirchnerismo ganaba las elecciones? La respuesta se intuye desoladora. ¿Hubiéramos sabido quién es Alberto Fernández si esa fuerza hubiera conservado el poder? Por lo pronto, la vidriosa trama de los seguros gozaría de buena cobertura. Y la perversa psicología del golpeador tal vez hubiera quedado oculta bajo un manto de encubrimiento.
Vale la pena reparar en otra declaración “al paso”. La hizo un diputado nacional al que impacta, de un modo colateral, la difusión del video en el que Fernández usa el sillón presidencial para una sesión de coqueteo adolescente. Contó, también con naturalidad, cuál fue el comentario “generalizado” de sus colegas en la Cámara: “Si hablan de vos, está bien”. Y precisó que, desde que se destapó el escándalo, creció un 40 por ciento el número de sus seguidores en Instagram. También son dichos reveladores: muestra el cinismo que domina a la política. La notoriedad es más importante que el prestigio. No importa que no te reconozcan por tu trabajo sino por ser “el novio de”. Lo importante es que te conozcan. Es más, tal vez sea mejor que nadie sepa mucho sobre tu “trabajo”.
Alrededor del “caso Lijo” vemos, sin embargo, algunas reacciones diferentes. Se han alzado muchas voces de la sociedad civil para cuestionar la postulación a la Corte de alguien que enfrenta impugnaciones éticas y cuyos antecedentes jurídicos y profesionales no parecen dar la talla. También hubo silencios llamativos, es cierto. Son silencios que esconden la actitud acomodaticia que suelen cultivar algunos sectores dirigenciales. Pero si queremos ver el vaso medio lleno podríamos decir que lo que ha predominado no es la indiferencia, ni tampoco la comodidad de mirar para otro lado. Asociaciones de juristas, académicos y abogados se han movilizado para levantar un sólido muro de resistencia y oposición a una candidatura que solo puede explicarse en un contexto de degradación institucional.
Hay que destacar que tampoco han funcionado la obsecuencia ni la obediencia ciega: desde el propio oficialismo se han formulado objeciones. Tienen un doble valor, porque no son reacciones frente al “árbol caído”, como en el caso de Fernández, sino cuestionamientos fundados, pero también arriesgados, a quien tiene una chance concreta de llegar a la máxima instancia del Poder Judicial. Y también a una decisión que ha tomado el Presidente en contra de cualquier expectativa de regeneración institucional.
La pregunta sobre Fernández mira hacia atrás: ¿cómo pudo llegar a ser jefe del Estado? Alrededor de Lijo, sin embargo, el interrogante es hacia adelante, y por lo tanto abre una oportunidad: ¿puede llegar a la Corte alguien que ha enfrentado graves denuncias sobre su patrimonio, su actuación como magistrado y su presunta conexión con opacas tramas de negocios?
La propia defensa de Lijo revela su talón de Aquiles: “Nadie me ha probado nada; nadie me ha condenado”. ¿Alcanza para ser juez el hecho de no tener una condena?
En la Argentina que se aspira a recuperar, un juez de la Corte Suprema debe ser una referencia de honorabilidad, de conducta y actuación intachables, de jerarquía académica superior y de ética ejemplar. Debe ser y parecer. No alcanza con haber “zafado” en varias causas por argucias procesales o el beneficio de la duda. La condición de sospechoso debería ser una barrera infranqueable para acceder al máximo tribunal, e incluso para sostenerse como juez de rango inferior.
El pliego de Lijo empieza a definirse en el Senado. Ocurre en medio de la conmoción política y social que han provocado las revelaciones sobre Fernández. La pregunta de fondo, entonces, es ¿cómo actuará la política esta vez? ¿Volverá a “fingir demencia”? ¿Mirará una vez más hacia otro lado? ¿Dejará las convicciones y los principios a un costado para priorizar sus conveniencias e intereses? ¿Apoyará a un juez sospechado para después decir “nadie fue”? Si el caso Fernández dejara alguna enseñanza, el pliego de Lijo no podría prosperar. Será un examen crucial. Si Lijo pasa, Fernández se sentirá aliviado. La cultura que lo llevó a la presidencia habrá dado muestras de supervivencia y vitalidad. Si no pasa, algo de verdad habrá empezado a cambiar en la Argentina.