Libros, árboles y corazones
MADRID.- He sido toda mi vida un desaforado consumidor de letra impresa, no sólo en forma de libros, sino también de tebeos (ahora, comics), periódicos (¡cuatro al día, por favor!), revistas, catálogos, etcétera. Para colmo, me dedico a escribir, lo cual me obliga sin excusa ni remedio a ser cómplice del dispendio de muchísimo papel: todo el que soporta la multiplicación industrial de estas minucias compuestas en el desasosiego vanidoso de la soledad y que me empeño en compartir con lectores benévolos o resignados so pretexto de que no soy capaz de hacer ninguna otra cosa de provecho.
Por no mencionar los cuadernos que malgasto -sí, también tengo la manía de los cuadernos- o las fichas en las que tomo notas para las conferencias que finjo preparar o los facsímiles que envío (lamento no haber accedido aún al menos papirófago sistema del e-mail ) o las cartas y postales a que debo someterme para evitar enemistades o no granjearme otras nuevas (da igual, vienen solas), etcétera.
Holocausto de los bosques
En una palabra, que ya van siendo demasiadas: soy otro de los muchos derrochadores de pulpa de madera que en el mundo habitan, un cómplice más del holocausto de los bosques con el loable fin de recibir mensajes del viejo Shakespeare o con el mucho menos loable de lograr que los míos alcancen cierta culpable y efímera notoriedad. Me siento a veces como el náufrago que ha de quemar a veces parte de su balsa con el fin de atraer algún hipotético barco de rescate, o como Groucho Marx desguazando el tren en que viaja para que la caldera de la locomotora funcione a pleno rendimiento (por cierto, ¿habrá alguna imagen más cruel y ajustada de lo que en este siglo que agoniza ha pasado generalmente por "progreso"?).
Aunque, desde luego, mis pecados arboricidas no son nada si se los compara con los que comete habitualmente cualquier modesta empresa que bombardea con sus folletos comerciales a millones de posibles compradores o con los que favorece el papeleo de la más reducida burocracia estatal. Por no mencionar dispendios más higiénicos pero menos distinguidos: aún no hace mucho que Umberto Eco nos advertía del apocalipsis forestal que supondría el que los incontables chinos adquiriesen la rutina de emplear papel de aseo en los retretesÉ Alivio mi ocasional mala conciencia recordando que hoy el papel se fabrica cada vez más con alternativas a la clásica pulpa de madera o se recicla una y otra vez. También es indudable que las comunicaciones electrónicas y la lectura en pantalla dispensan notablemente al reino vegetal del pesado deber de ser víctima principal de nuestra compulsión comunicativa o meramente propagandística. Y, sin embargo, sigo sintiendo cierto culpable agobio ante cada humilde árbol que crece lentamente para sufrir una ejecución perentoria que tantas veces - mea culpa, mea culpa! - resultaría objetivamente difícil de justificar si existiese algún tribunal objetivo ante el que llevar una causa como la que eventualmente ahora me preocupa.
Fieles en el rescate
¿No es éste también un motivo más para sentir agradecimiento y aun amor por los árboles? El poeta Baudelaire habló de los "bosques de símbolos" en los que transcurre inevitablemente nuestra vida. Al acuñar esta metáfora, no pensaba, sin duda, en que los bosques concretos y materiales han sido guardianes y vehículos de nuestros símbolos durante tantos siglos. Aunque mañana -como es deseable y aconsejable- vayan dejando de serlo, ya hay motivo suficiente para que nunca olvidemos la deuda que hemos contraído con ellos.
Tal que los niños y los enamorados, hemos escrito nuestros nombres en sus cortezas y así los hemos convertido en cómplices, en hermanos. Ahora quizás ha llegado el momento de demostrar con hechos que esos corazones dibujados a punta de navaja también saben permanecerles fieles en el rescate necesario.