Liberarse del burkini es tarea de las mujeres
Francia corre el riesgo de que el miedo, la desconfianza y también la competencia electoral la lleven a tomar medidas extremas que agitan los odios y desdibujan sus mejores tradiciones en defensa de las libertades individuales
PARÍS.- La diseñadora australiana que inventó el burkini no sale de su asombro. Consciente de lo difícil que les resultaba a las musulmanas meterse en el mar con todos sus velos, dibujó un modelito cómodo y hasta elegante y le puso un nombre, para ella gracioso, a medio andar entre "burka" y "bikini". Lo último que se le ocurrió fue que la velada alusión al velo integral de los fundamentalistas sería tomada en sentido político por los defensores del laicismo a ultranza que caen por exceso, y también por demagogia, en un fundamentalismo de signo opuesto.
Pero ¿de dónde viene, después de todo, la palabra bikini, sino de ese lugar del Pacífico donde en 1946 se ensayó la bomba atómica? Para cierto imaginario masculino occidental, el zarandeado burkini pareciera oscilar entre una bomba y otra: la yijadista -o la sospecha de que el pedazo de género pueda ocultarla- y la que terminó con Hiroshima. Cabe preguntarse si una prenda viril más o menos reveladora u ocultadora levantaría, la expresión viene a cuento, semejantes olas.
Los argumentos abiertamente xenófobos del intendente de Niza que, imitado por casi todos sus colegas de la Costa Azul, ha prohibido el burkini en sus impolutas playas, con el argumento de que el conjuntito atenta contra la no menos zarandeada laicidad, las buenas costumbres y? la higiene, han dado la vuelta al mundo. "¿A quiénes van a ensuciar esas mujeres?", finge preguntarse un periodista inglés, "¿A los peces?". Es que la prensa anglosajona no comprende el problema. ¿Cómo van a captarlo si el intendente de Londres es musulmán, y si en Canadá y en Escocia acaban de aceptar el hijab como parte del uniforme para las mujeres policías de confesión musulmana?
Mucho menos risueñas son las reacciones que se registran en territorio francés, como la de ese padre de familia desesperado que ha decidido irse a bañar a playas italianas donde nadie se queda paralizado ante el burkini de su mujer, y que imagina un futuro próximo con carteles a la entrada de los lugares públicos, "prohibido a los musulmanes y a los perros"; alusión a tiempos y lugares en que otros carteles decretaban la misma interdicción, ya no para musulmanes sino para negros o judíos.
¿Excesiva dramatización? El tema de la mirada está en el centro de todo. En la foto del bochornoso episodio en el que un policía francés obliga a una mujer a quitarse su pulovercito celeste, como si un par de mangas atentara contra los valores de la República, lo que nos impresiona, además de la humillación sufrida por esa mujer, son los ojos de los demás. Varias musulmanas entrevistadas lo han dicho con claridad: "Lo peor es la gente que se amontona alrededor y nos mira. Sin contar con la que nos grita vuélvanse a su país". Un criterio según el cual el velo es un signo de nacionalidad y no de religión, y que excluye al diferente de la nación francesa.
La polémica, para colmo de males, cae en el peor momento. Por una parte, la ordenanza municipal de Niza responde a la histeria provocada por la masacre del 14 de julio en esa misma ciudad, cuando un camión arremetió contra la multitud (y recordemos que la primera víctima fue una mujer velada). Una ordenanza que suscita cierta ironía: ¿los policías de esa ciudad balnearia, que no fueron capaces de revisar el funesto camión para impedir la matanza, no encuentran ocupación mejor que desvestir a dos o tres mujeres cuya única aspiración es chapotear junto a sus hijos en ese Mediterráneo que les pertenece a todos? Pero además se trata de una histeria electoral: en su reciente libro, Nicolas Sarkozy, candidato a las elecciones primarias de su partido, propone soluciones cada vez más tajantes, léase cada vez más idénticas a las de Marine Le Pen (cuyos partidarios se quejan de una suerte de desfalco ideológico). Difícil hacer oír la voz de la razón en medio de una escalada que consiste en mostrar dientes y en inflar músculos para afirmar un nacionalismo crispado, supuestamente ganador y sin ninguna relación con la Francia abierta y universal. En ese sentido, la frase de François Hollande al referirse a los atentados yijadistas lo dice todo: "Francia ganará si sigue siendo Francia", vale decir, si persiste en ser lo que es.
Por otra parte esa voz de la razón no es única. Nunca lo es, pero en el caso de esta discusión, tan cómica a ojos de los ingleses, sobre un traje de baño demasiado pudoroso, pronunciarse de manera absoluta resulta imposible. A nadie se le escapa que la mujer con sus mangas celestes es doblemente víctima: de un laicismo riguroso hasta la caricatura que le prohíbe cubrir su cuerpo, pero también de una cultura que le prohíbe mostrarlo. Por eso dentro del propio gobierno socialista hay opiniones discordantes (la derecha se alinea en bloque detrás de la prohibición), y por eso las feministas dudan. Es interesante escuchar a la poeta y periodista libanesa Jumana Haddad, que lucha por la liberación de la mujer árabe a través de su cuerpo y su sexualidad. Sin embargo, la prohibición del burkini es para ella una aberración que castiga a la mujer en vez de castigar a la autoridad patriarcal que la somete. "La libertad no puede ser impuesta -dice-, es la mujer quien debe ganarla por sí misma. De lo contrario, cae en el resentimiento y en el apego a ese instrumento de opresión que paradójicamente se convierte en un símbolo de revolución".
Hay momentos en los que todo gesto del que está en la vereda de enfrente parece atizar el fuego: el uso del burkini es una provocación para los unos, tanto como su prohibición lo es para los otros. El viernes próximo pasado a las 15 horas exactas (hora francesa), esperé ansiosamente la decisión del Consejo de Estado que debía legislar acerca de un tema en apariencia menor, pero que expresaba un dilema de enorme gravedad: ¿Francia seguiría siendo Francia o no? A todas luces la respuesta ha sido positiva. Como habitante de este país en el que siempre he creído, puedo felicitarme ante una resolución equilibrada, manifestada en términos que me complazco en transcribir, no porque esta prosa me fascine sino porque me quita el miedo, al menos por ahora, antes de que Le Pen y Sarkozy reabran el debate: "El juez de recursos de urgencia del Consejo de Estado concluye que el artículo 4.3 del decreto cuestionado atenta de modo grave y manifiestamente ilegal contra las libertades individuales". Ya estoy viendo desde aquí a la del pulovercito celeste llegando a la playa como cualquier mujer, con algunas partes menos al aire que las otras, pero paladeando su triunfo, hasta tanto decida por su cuenta y riesgo lucir su piel.