Liberación de presos: un fraude legal
¿Es capaz el detenido de comprender el daño perpetrado a la víctima y a la sociedad? ¿Se encuentra en condiciones de reinsertarse en la vida en sociedad? ¿Acaso el tratamiento penitenciario del detenido tuvo éxito?
Estas y otras preguntas deben hacerse los jueces al decidir la concesión de la libertad condicional, la libertad asistida, las salidas transitorias, las libertades anticipadas, el régimen de semilibertad, etc. Con ese fin, el sistema penal vigente establece que, para estas situaciones, el organismo técnico-criminológico penitenciario deberá efectuar una propuesta sobre la evolución del tratamiento del detenido “basada en su historia criminológica actualizada”. Cuando elaboran la historia criminológica de un detenido, los funcionarios penitenciarios evalúan la actitud del interno frente al delito: al evaluar sus rasgos psicológicos, emocionales y sociales que hacen a su personalidad, será posible determinar si hay pautas de que ha internalizado el daño que le ha provocado a la víctima y a la comunidad.
Este protocolo se siguió, pacíficamente, durante más de 40 años. Pero el 15 de abril último, la interventora del Servicio Penitenciario Federal, María Laura Garrigós de Rébori, prohibió la evaluación que permitía concluir si los detenidos habían tomado conciencia de la gravedad de los actos cometidos.
Con el propósito de “fundamentar” su resolución, convocó a “disertar” en un ciclo de conferencias a Roberto Carlés (ex Robertino Carlés y hoy embajador en la Santa Sede). Casualmente, el mismo que durante la presidencia de Cristina Kirchner fue el coordinador de un Código Penal tan “garantista” (léase, abolicionista) que hasta derogaba el instituto de la reincidencia criminal: ni los esfuerzos de la entonces presidente alcanzaron para sancionarlo. No es difícil adivinar que Carlés es un fiel discípulo y “mano derecha” de Zaffaroni.
En sus disertaciones, según se lo afirma en la resolución de Garrigós, el “especialista” Carlés propuso “reflexionar” sobre el sentido de la ejecución de la pena y la finalidad de la prisión, analizando las intersecciones de estos campos con los discursos morales y religiosos, concluyendo que “los valores e ideales provenientes de esos ámbitos” son “extrapolados a la práctica penal como requisitos a la resocialización”. Consideró el “uso del arrepentimiento como reminiscencia del catolicismo”, el cual “da un lugar central a la actitud que asume el responsable del delito frente a su víctima y frente a la comunidad”. Sostuvo que el “no arrepentimiento” de un condenado sobre “cualquier acción cometida (incluso aquellas socialmente disvaliosas y/o jurídicamente delictivas)” y la “no producción de sentimientos, emociones o deseos específicos en torno a ella”, no son importantes a la hora de condenar o absolver, por lo que no se debe preguntar ni mucho menos considerar el sentir del imputado. Concluyó que estas apreciaciones personalísimas consagradas en el artículo 19 de la Constitución Nacional resultarían, paradójicamente, una intromisión inconstitucional en la vida interna y en el fuero íntimo de la personalidad de quien ha recibido una sanción penal, pues el único derecho que pierde el delincuente es el de la libertad, todos los demás los conserva.
Ahora bien, al leer la Ley de Ejecución Penal, notamos al menos una contradicción cuando establece que la pena privativa de libertad tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de “comprender la ley”, “la gravedad de sus actos” y “la gravedad de la sanción impuesta”, procurando su adecuada reinserción social. Recordemos que estas valoraciones se utilizan a diario en los tribunales para fundamentar la negativa de salidas anticipadas en hechos gravísimos, como, por ejemplo, sucede en el caso de Matías Bagnato donde se rechazó la libertad condicional del condenado Alvarez Fructuoso, basándose en que “no existe implicancia subjetiva ni posibilidades de reflexión, culpa o arrepentimiento (…) No surge arrepentimiento ni autocrítica alguna por el comportamiento agresivo que derivó en los homicidios que motivaron la causa actual ni siquiera por las consecuencias familiares y/o personales”.
Debe remarcarse que este tipo de decisiones tomada por Garrigós es de responsabilidad exclusiva del gobierno nacional. No podrán luego echarles la culpa a los jueces por las nuevas liberaciones de presos que, seguramente, ocurrirán (más allá de la responsabilidad de los malos jueces por los verdaderos desastres cometidos en los últimos tiempos al decidir sistemáticamente liberaciones masivas de presos).
La resolución adoptada por el Gobierno es un eslabón más en una cadena de decisiones claramente tendiente a lograr la liberación de presos, ya que la limitación que se pretende imponer a los jueces (a los buenos jueces, que son muchos) tendrá consecuencias gravísimas en lo inmediato, con enorme impacto en la seguridad. Cuando decidan la libertad de un detenido, los jueces no valorarán la falta de “conciencia del daño” ni la “indiferencia frente a la conducta delictiva y a sus víctimas”, constituyendo, de este modo, una violación a los derechos humanos de las personas víctimas de delitos.
Las preguntas que nos hacíamos al iniciar estas líneas resultan indiferentes a los funcionarios designados para dar respuestas a ellas. Al eliminar la mirada sobre la introyección de la ley penal y la supuesta rehabilitación, creen que están garantizando la objetividad y transparencia de los procesos condenatorios, aunque, en verdad, están arrojando más misticismo al asunto: la seguridad, la vida y la integridad dependerán exclusivamente de la fortuna individual de cada argentino.
Abogado y miembro de la Asociación Civil Usina de Justicia