Reseña: La reina Ginga, de José Eduardo Agualusa
Casi en las últimas páginas de La reina Ginga, alguien le cuenta al narrador de esta historia una extraordinaria fábula que revela no solo el sentido más profundo de la nueva novela de José Eduardo Agualusa –el escritor angoleño que, a fuerza de libros y premios, se transformó en uno de los más prestigiosos narradores en lengua portuguesa– sino también el de cualquier forma de dominación (política, religiosa o imperial).
Un mono –dice la fábula– pasea por el bosque y al distinguir una laguna, entre el encanto y el susto porque todos los monos le tienen miedo al agua, ve un pez moviéndose en medio del lodo. "¡Qué horror! –piensa el mono–, aquel pequeño animal sin brazos ni piernas cayó al agua y está ahogándose". A pesar del miedo, el mono se arma de valor: se sumerge, agarra al pez y lo tira a la orilla. Consigue alzarse hacia tierra firme y se queda allí, alegre, "viendo al pez a los saltos". El remate de la anécdota es quizá lo más interesante: "Lo que yo más temo es que los propios peces comiencen a creer en los monos".
En 1620, Francisco José de Santa Cruz, un sacerdote de apenas veinte años, llega en un barco de esclavos a una playa del Reino del Congo (donde está la actual Angola) para difundir la fe en una escuela jesuita. Originario de Pernambuco y novicio desde su más tierna edad, pisa suelo africano con una mezcla de ignorancia y compasión: no sabe nada sobre África ni su cultura, pero observa horrorizado su violencia extrema.
Poco después de su llegada, aún intentando hacer pie entre el espanto y la curiosidad, se convierte en secretario de Ginga, la inefable hermana del belicoso rey Ngola Mbandi, a quien acompaña en una trascendental visita al gobernador portugués. Ella, después de una serie de luchas civiles en las que da sobradas muestras de su inteligencia, se convierte en reina, una reina particular que desprecia la fe católica y sabe cómo lidiar con las misiones evangelizadoras. Por supuesto, como casi todo personaje real que trascendió su momento histórico, Ginga se hizo también célebre por una frase que recuerda también esta novela: "Cuanto más grande un rey, más pequeño le parece el mundo".
Cuanto más crece el poder de Ginga, más parece tener que lidiar Francisco con una realidad tumultuosa que lo obliga a confrontar sus propias ideas con las creencias africanas en una especie de sincretismo que no lo deja indemne. De hecho, el sacerdote y secretario de Ginga termina repasando, a sus ochenta años de edad, y desde su librería en Ámsterdam, toda una vida de aventuras, viajes y traiciones en la que no dejó de enamorarse, tener un hijo y convencerse de que "todas las religiones son igualmente dañinas".
Otra vez, Agualusa (Huambo, Angola, 1960), escritor con marcadas influencias tanto de Borges como del realismo mágico, vuelve a hacer ficción a partir de los acontecimientos históricos de su lugar de origen, tal como hizo en la celebrada Teoría general del olvido sobre una mujer que se encerraba en un departamento de la capital de Angola durante todos los años de la guerra civil en el país africano, que se extendió entre 1975 y 2002.
La reina Ginga discurre, así, entre leyendas, fábulas profundas, imágenes violentas de los continuos enfrentamientos entre portugueses y flamencos por el control y las riquezas, y descripciones poéticas de esas tierras del Congo donde comerciar gente es el negocio más lucrativo, los seres más peligrosos no son las grandes fieras sino los más minúsculos (como esos mosquitos ponzoñosos) y abundan los peces buey o manatí que acaso originaron el mito de las sirenas porque sus hembras amamantan a las crías con el pecho, como verdaderas mujeres, mientras cantan algo "tan bello y tan triste que con frecuencia enloquece a quien lo escuche".
La reina Ginga
Por José Eduardo Agualusa
Edhasa. Trad.: Claudia Solans300 págs./ $ 450