Ley que se acata pero no se cumple
Los equilibrios en los sistemas institucionales tienden a ser precarios, nunca permanentes. Las normas tienen por fin crear las condiciones óptimas para su mayor estabilidad, de modo que los intereses involucrados se desplieguen en las mejores condiciones. Esto es la teoría, siempre tan proclive a confundir voces con ecos.
La práctica institucional argentina tiene dos deficiencias. Una se enraíza con la frase colonial tan representativa: “la ley se acata pero no se cumple”; ese entendimiento de la norma como expresión retórica está destinado a aplicarse idealmente al prójimo. La otra responde a una cosmovisión que tomó fuerza a fines del siglo pasado, de la mano de las intentonas normativas que pretendieron cambiar la realidad a golpe de leyes mágicas, estilo “ábrete sésamo”, como la de convertibilidad, de intangibilidad de depósitos, y ese desfile de lugares comunes que son las “leyes ómnibus”.
El problema con estas deficiencias es que han instalado equilibrios que no solo son precarios, sino esencialmente subóptimos: las condiciones que generan favorecen conductas ineficaces para la salud de un sistema. El reciente conflicto del transporte automotor de pasajeros es una representación icónica de esta deformación. Pródigos subsidios que desde hace 20 años han dado lugar a lo peor: empresarios que no son tales, sino meros administradores de dádivas estatales; trabajadores con pagas y condiciones desfavorables, y, sobre todo, pasajeros con el peor servicio.
¿Cómo es posible que con los millones que hemos gastado tengamos este sistema de transporte? A esta altura podríamos estar cumpliendo con lo que manda la Constitución Nacional: un servicio eléctrico que no contamine, con otros decibeles de sonido, con menos riesgos de accidente. Un servicio público de calidad para todos los usuarios que día a día dependen de lo que hoy es una caricatura de prestación: ni medioambiente, ni competencia, ni calidad de servicio, ni usuarios.
La respuesta obvia es que les conviene a algunos pocos vivos. La respuesta más profunda es que en este, como en otros ámbitos, el régimen jurídico creó un statu quo perverso, con fines espurios muy alejados de lo que debiera ser su propósito. La Constitución se acata pero no se cumple, y la solución del Gobierno es la típica tangente gatopardista de aparentar cambiar todo para no cambiar nada: un aumento arbitrario para los trabajadores del transporte, echarles la culpa a los empresarios, y los usuarios bien, gracias. Que todo siga igual.
No es con recetas gastadas como se va a encarrilar el país en las vías del desarrollo. Tampoco con leyes mágicas que terminan en el fracaso o la mentira. Menos con acuerdos al estilo del ya empalagoso Pacto de la Moncloa. Lo que hace falta es un gobierno legitimado y decidido a imponer un nuevo orden jurídico en la economía, que cree las condiciones para que todos los intereses empiecen a cumplir nuestra ley primera. Hasta que eso no pase seguiremos sobremuriendo en la precariedad institucional en la que los pícaros de siempre se sienten tan cómodos.