Ley para todos o ley para nadie
Apagada, arrinconada o de vigencia arbitraria, la mera noción de legalidad tartamudea seriamente en la ciudad de Buenos Aires. No sólo aquí, claro. Es un fenómeno que se advierte a escala nacional, pero en la jurisdicción porteña ya dejó de ser una colección de episodios puntuales. La ilegalidad es norma y su persistencia describe un acontecimiento instalado, estructural y –mucho peor– difícilmente solucionable en el plazo corto.
Esto es particularmente notorio en materia de construcciones carentes de permiso, ocupación agresiva e indebida del espacio público y una serie de transgresiones de hecho, cuya impunidad ya ha generado una dura costra de indiferencia. La mayor parte, por no decir la casi totalidad, de las infracciones y violaciones de lo normado subsisten y se reproducen gracias a un imponente edificio de justificaciones, excusas y atenuantes, apoyado en consideraciones de supuesta solidaridad social.
Infinidad de "dormideros" completamente fuera de la ley, incontables fachadas de edificios en ruinoso estado, decenas de bares y restaurantes aposentados groseramente sobre las aceras de la ciudad, que –en combinación con puestos de diarios, floristas y vendedores callejeros– hacen a menudo imposible caminar, dan testimonio de la violación permanente de los derechos ciudadanos de las personas. ¿Qué decir de las completamente desvencijadas y en gran medida inútiles cabinas de teléfonos públicos, que se han convertido en obeliscos de chapa oxidada, embadurnadas de carteles sin permiso y donde anuncia sus servicios la floreciente y protegida prostitución a gran escala?
Todo este escenario de infracciones seriales descansa sobre un espeso aparato de justificaciones "sociales". El amparo judicial, convertido en industria de alto lucro, y la ostensible beligerancia del Poder Ejecutivo Nacional para con todo lo que hagan o planifiquen las autoridades del gobierno de la ciudad, configuran una auténtica maquinaria de bloqueo a la vigencia de la ley.
Un caso paradigmático es el de los "hoteles" truchos, esa colección de normalmente inaceptables "soluciones habitacionales" en las que viven familias para las cuales las normas no se aplican, gracias a los amparos sistemáticos y su correspondiente argumentación político-ideológica. Desde un sofocante paternalismo, los "punteros" que sostienen esta realidad esgrimen nociones de compasión humana: no se les puede aplicar la ley a quienes son víctimas de la injusticia social. Se los define como "excluidos" ante los que hay que adoptar una legalidad diferente. Edificios ruinosos e inseguros siguen funcionando, porque cerrarlos como corresponde es interpretado como el colmo de la intolerancia y la insensibilidad.
La misma actitud prevalece para con la venta callejera: se trata de gente que se gana la vida, con quienes no se pueden blandir argumentos fiscales y urbanísticos elementales. Otro tanto en gastronomía: ¿cómo sacarles el pan de la boca a quienes explotan bares y comederos varios, aun cuando sus negocios se instalen en la vía pública bloqueando el paso de la gente? Nada demasiado diferente ocurre con el sector transporte y circulación.
Mientras que las grúas de las empresas acarreadoras de autos mal estacionados no dejan títere con cabeza, hay sectores exentos, uno de los fracasos más ruidosos de la administración de Mauricio Macri. Los colectivos siguen operando en un marco de excepcional impunidad: pasan el semáforo en rojo; cuando pueden, corren a más de 70 km por hora; zigzaguean cruzando sus propios carriles, paran donde quieren y cuando quieren. Para ellos, hay luz verde de hecho: nada les sucede y nadie los sanciona, pero cuando son castigados, "zafan", gracias a una lubricada máquina de apoyaturas judiciales e impotencia política. Cuando vehículos ruinosos circulan de noche por la ciudad sin luces de posición, no son detenidos: en la Argentina el poder político ha internalizado que no se puede hacer valer la ley con quienes son etiquetados como víctimas de la exclusión social. Moraleja: peligrosos hoteles truchos son tolerados, vehículos y volquetes inaceptables circulan y son estacionados sin temor al castigo, los colectivos andan al margen de la ley, y centenares de vendedores de mercancía de origen improbable compiten y asfixian a la extendida clase media comercial, a la que el Estado nacional y comunal no le perdona una sola transgresión.
Si todo esto sucede en el marco contenedor de la permisividad militante auspiciada fríamente por el gobierno nacional, las autoridades porteñas no están exentas de fuertes responsabilidades. Mil seiscientos días después de haber asumido como jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires con el 61% de los votos, Mauricio Macri se muestra entrampado y lento en muchas cuestiones en las que no avanza por culpa de una mala conciencia sugestiva. Es como si en Bolívar 1 hubiera surtido efecto anestesiante la cotidiana artillería seudoprogresista, según la cual la ley "de los ricos" no puede ser aplicada a los pobres. Macri no siempre ha conseguido o ha sabido llevar adelante en este aspecto una agenda de gestión apoyada sobre un precepto central: sólo la ley y las normas aplicadas a rajatabla aseguran equidad y justicia. Violarlas o suspender su vigencia desde un "buenismo" supuestamente solidario sólo consigue perpetuar un paternalismo prebendario y esencialmente reaccionario. Si no hay ley para todos, no hay ley para nadie.
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