Lenguas sueltas, a solas
Expresa la pura verdad el título de un artículo publicado en este diario el 31 de julio. Ese título decía esto: "Hablar solo no es cosa de locos". Y el artículo recogía coincidentes opiniones de psiquiatras y psicólogos, según los cuales el diálogo en voz alta con uno mismo (frente al espejo, digamos), tanto como el monólogo que uno le dispensa a un malvón, ayuda a aliviar tensiones, rescata del ostracismo a la memoria emocional y permite organizar ideas (quizá para desplegarlas alguna vez en charla con el gerente o con la morocha del 4º B).
No necesariamente el hablar solo indica que uno esté chiflado. Quizá denote que uno es afable y extrovertido, un parlanchín capaz de participarle pareceres y estados de ánimo a quien sea, e incluso a un pichicho o al cielo raso.
En cambio, lo que sí constituye cosa de locos es la situación inversa: que uno hable con otra persona, o bien que pronuncie un discurso ante cinco mil personas y crea que está hablando solo. Enfáticamente, esto dice el psiquiatra multifocal Trementino Peribáñez: "Está muy bien eso de disparatear a gusto frente a un florero o sobre la almohada, en la intimidad hogareña, pero está mal, y tal vez obedezca a cierta peliaguda patología, eso de confundir ámbitos y ocasiones propicias; eso de suponer que el divague puede ser público".
A entender de este prestigioso revisor de conciencias, proclividades de tal catadura son propias de la alta dirigencia política: "Algunos rubicundos peces gordos trepan al atril, muy ufanos, e incurren en macarrónico palabrerío, únicamente tolerable cuando nadie escucha y cuando, por lo tanto, nadie puede reprocharles que están diciendo pavadas". La sociología da cuenta de no pocos líderes políticos que descendieron a la categoría de chantapufis porque su parloteo era insufrible y porque contenía falsedades a granel.
Expertos en prospectiva de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales lograron que un alto número de profesionales y ejecutivos jóvenes de todo el país se prestara a una consulta específica, entre cuyas conclusiones figuran éstas: el 53,5 por ciento estima que a los políticos puede creérseles poco y nada, y que esa tendencia negativa se agudizará en los años venideros. Tal agudización fue atribuida a un revulsivo incremento del autoritarismo y de la conflictividad social. Sólo el 16,7 por ciento de los entrevistados estimó que los políticos resultarán más confiables en el transcurso de la próxima década.
"Cabe deducir que estos descreimientos obedecen a una simple causa -dictamina Peribáñez-. Hoy por hoy, los políticos ya no hablan con glicinas o geranios, sino que prefieren, ¡oh, qué pena!, ser incoherentes ante multitudes."
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