Leloir, el lado humano de un genio
NUEVA YORK
El 2 de diciembre de 1987, hace hoy 35 años, murió en Buenos Aires el doctor Luis F. Leloir, uno de los científicos argentinos más destacados. Lo que más se conoce de él es su faceta científica. Pero muy poco se conoce de lo que creo es también una gran virtud: su lado humano, el que tuve oportunidad de apreciar cuando trabajé durante cinco años en el Instituto de Investigaciones Bioquímicas Fundación Campomar, hoy Fundación Instituto Leloir, que él dirigía en Buenos Aires. Ahora, en el devenir de los tiempos, se agigantan mis recuerdos de una personalidad excepcional.
El doctor Leloir, o el “dire” -como lo llamábamos en el laboratorio- tenía una proverbial modestia y trabajaba en un ambiente de gran sencillez. El día que obtuvo el premio Nobel los fotógrafos de todo el mundo no salían de su asombro cuando vieron su asiento de trabajo tan precario; entonces, no dudaron en apuntar sus cámaras a la que fue, creo, una de las sillas más fotografiadas de la historia. Esa particular modestia también se reflejaba de otras maneras: todavía recuerdo cuando una de sus colaboradoras me contó que, en ocasiones, Leloir le preguntaba a la mañana: “Dígame, Clarita (la doctora Clara Krisman), ¿qué es lo que usted no tiene ganas de hacer hoy?” Ella le respondía, por ejemplo: “Mire, ‘dire’, hoy tengo más de 200 tubos con reactivos que debo leer en el espectrofotómetro y realmente no tengo ganas ni energía para hacerlo”, a lo que Leloir replicaba: “No se preocupe, yo se los leo.”
La modestia de Leloir, unida a una natural timidez, hacía pensar en una cierta falta de calidez humana. Puedo atestiguar que eso no era cierto. En una oportunidad me preguntó si la beca que tenía de la Universidad Nacional de Tucumán me alcanzaba para mis gastos familiares. Le dije que no muy bien, ya que apenas podíamos cubrir las necesidades más elementales. No dijo nada más, y yo quedé decepcionado y dolorido por su aparente falta de interés. Días más tarde, sin embargo, me preguntó si mi esposa, Silvia Inés Sallenave, quería ser su secretaria personal. Como estábamos pasando momentos económicos difíciles Silvia Inés, a pesar de ser graduada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, aceptó encantada. Ella disfrutó enormemente de esta experiencia laboral al lado de una personalidad única de la que recuerda su modestia y delicadeza en su trato personal.
Aunque el doctor Leloir era el director del instituto, nunca pude entender como éste funcionaba como un mecanismo de relojería a pesar que no se veía su mano en las decisiones que se tomaban. Sin embargo, unas pocas palabras suyas dejaban su huella. En una oportunidad, estábamos ordenando con un compañero de trabajo un lote importante de reactivos que había llegado al instituto. Era norma en el instituto que los reactivos y demás materiales eran incorporados a un fondo común, desde donde se distribuían de acuerdo a la necesidad de los distintos grupos de investigadores. En un momento dado nos entusiasmamos y tomamos varios de ellos, pensando en utilizarlos en un experimento que estábamos planeando. En ese momento llegó el “dire”, nos vio con los reactivos en la mano y dijo: “Entonces, muchachos, ¿es cuestión de que cada uno tome así nomás lo que necesite?” Sin contestarle, y avergonzados por nuestra actitud, pusimos nuevamente todos los reactivos en su lugar sin atrevernos a responderle.
Dada la jerarquía del instituto llegaban varias revistas extranjeras, lo que nos permitía ponernos al día de las investigaciones que se estaban llevando a cabo en nuestro campo a nivel mundial. En una oportunidad, el doctor Enrico Cabib, uno de sus colegas más destacados y quien era una verdadera enciclopedia de información científica, le preguntó: “Y usted, dire, ¿cómo hace para mantenerse al día con el enorme volumen de información que recibimos?” “Muy sencillo -le contestó Leloir- “yo solo leo lo que tiene directa relación con mi trabajo.”
Era obvio que todos los que trabajábamos en la Fundación Campomar teníamos grandes expectativas ante la posibilidad que se concediera el Premio Nobel al doctor Leloir. Nuestro deseo se cumplió cuando se anunció que el “dire” había recibido el Premio Nobel de Química correspondiente al año 1970. En esa oportunidad Leloir dio una vez más muestras de su modestia, al expresar: “Quienes en realidad merecen el premio son mis colaboradores: Carlos Cardini, Ranwel Caputto, Alejandro Paladini y Raúl Trucco, más el grupo de investigadores del Instituto, integrado por 33 personas. A ellos debo yo este premio. No es por mérito propio, ya que represento solo la centésima parte de las tareas de investigación. Soy nada más que el representante”.
La notoriedad alcanzada por Leloir luego de recibir tamaña distinción lo obligó a conceder numerosas entrevistas a diarios y revistas nacionales y extranjeras. Un día vino a verme a mi laboratorio para comentarme de una duda que tenía sobre el cuestionario de una revista. “Me preguntan qué haría,” me dijo, “si encuentro a un niño perdido en la calle. Y no sé qué contestar”. “Sencillo, ‘dire’”, le contesté, “dígales simplemente que le daría una guía Peuser” (en ese entonces, aquella guía de la ciudad de Buenos Aires era muy popular). Nunca imaginé que esa frase espontánea, simple y con una pizca de humor, le serviría a él como respuesta. Grande fue mi sorpresa cuando salió la revista y en su reportaje figuraba la expresión que le había sugerido.
A pesar de su dedicación total a la investigación científica, el doctor Leloir era consciente también de que ella sola no era suficiente para promover el desarrollo del país. Su opinión sobre este tema era clara cuando declaró: “Sería ingenuo sugerir que todo esto se arreglará con solamente promover la investigación. Hay muchos factores que intervienen en el funcionamiento de un país; hace falta un ambiente de orden y trabajo, gobernantes y empresarios honestos y bien preparados, industrias eficientes, escuelas y universidades bien organizadas... Pero la capacidad científica y técnica es uno de los factores fundamentales”.
La vocación por la ciencia y la dedicación a la investigación del doctor Leloir lo llevaba a seguir con su rutina de trabajo cotidiano. Después de recibir el premio Nobel, sin embargo, la demanda de los medios de comunicación lo hacía difícil. Este comentario, volcado con un dejo de nostalgia, nos lo dijo a mí y mi esposa cuando nos visitó en Nueva York. A pesar de ello, su sentido del deber hacia la ciencia no disminuyó jamás.