Legalidad y legitimidad
Inicialmente, la idea de legitimidad era invocada por los partidarios del Antiguo Régimen ante la irrupción de la legalidad revolucionaria. Dado que los revolucionarios no podían remontarse al pasado ya que la idea misma de la revolución moderna consiste en dejar el pasado atrás, la única manera jurídica que tenían de justificar sus actos era referirse al cumplimiento de las disposiciones legales que precisamente habían sido creadas por ellos mismos. El nuevo derecho era un producto de la revolución.
Con el tiempo, sin embargo, se invirtieron los términos. Los revolucionarios terminaron apelando a la legitimidad para justificar sus decisiones ilegales –ya que se apartaban del orden establecido–, mientras que la ilegalidad de lo hecho por los revolucionarios era denunciada precisamente por los partidarios del orden anteriormente establecido.
Huelga decir que tanto la revolución como el orden establecido pueden ser de izquierda o de derecha. No vale poner nuestras preferencias ideológicas al mando y negar que se trata de una revolución porque es llevada a cabo por la derecha, o al revés negar que el gobierno es conservador debido a que su ideología es de izquierda. Hablar de revoluciones legales es tan contradictorio como negar que todo razonamiento jurídico es conservador.
No puede sorprender entonces que en el último tiempo en nuestro país los partidarios del Gobierno prefieran restarle importancia a la legalidad de medidas adoptadas por el Poder Ejecutivo Nacional para concentrar su interés en la legitimidad del nuevo gobierno. Sin embargo, en una democracia, la referencia a la legitimidad es redundante (es obvio que el Gobierno ha ganado las elecciones y por eso es legítimo) o contraproducente (ya que también se supone que del hecho de que el partido gobernante haya ganado las elecciones no se sigue que pueda hacer lo que se le da la gana).
En una democracia constitucional, el requisito de que gobiernen los que han obtenido la mayoría en las últimas elecciones es necesario pero insuficiente para que sus actos sean considerados legales: todo dependerá de si el gobierno se mueve dentro del sistema jurídico vigente. En realidad, dado que vivimos en un Estado de derecho, la transgresión de las normas legales también debería afectar la legitimidad del gobierno.
Por supuesto, el derecho vigente (la separación de los poderes, el control judicial de constitucionalidad, los derechos y garantías, etc.) puede ser un obstáculo en el camino de la revolución que se ha empezado a implementar. Sin embargo, ese es precisamente el punto. Como se suele decir de algunas aplicaciones tecnológicas, lo que parece ser un error en realidad es un atractivo o una ventaja del programa. El derecho está pensando para ser un obstáculo debido a que tiene autoridad y por lo tanto debemos obedecerlo incluso, sino fundamentalmente, cuando estamos en desacuerdo con él. Para ser más precisos, el derecho nos permite alcanzar ciertas metas que de otro modo serían imposibles, pero solamente si nos comprometemos a obedecer sus reglas con independencia de los méritos de su contenido. No hay que olvidar además que el derecho que debemos obedecer es el democrático, es decir, el derecho mejor preparado para ser considerado legítimo.
A veces la revolución prefiere tomar un camino interpretativista, es decir, decide modificar el derecho vigente mediante una “interpretación”. El obvio problema que tiene esta manera de entender el derecho es que lo que algunos llaman “interpretación” en realidad es una reforma constitucional encubierta llevada a cabo por un órgano constituido, es decir no autorizado para acometer semejante tarea. Solamente el titular del poder constituyente puede darse ese lujo.
No es la primera vez que se intenta el camino de una reforma constitucional encubierta. Basta recordar el caso de la ley penal retroactiva más gravosa para casos de lesa humanidad, que a pesar de su inconstitucionalidad transparente fue aprobada casi por unanimidad en 2017 por el Congreso de la Nación y convalidada en 2018 en el fallo “Batalla” por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Sin embargo, nadie tiene derecho a violar la Constitución porque no fue el primero en hacerlo. En realidad, si nos vamos a guiar por el razonamiento jurídico, nadie tiene derecho a violar la Constitución.
Rosler es doctor en Derecho-Oxford; Jensen, doctor en Derecho-UBA