Lee Miller, la fotógrafa que se animó a la guerra
La reportera estadounidense, famosa en el mundo de la moda, fue una de las primeras en retratar los campos de concentración nazis
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No fue solo una de las incontables modelos de Picasso, ni tampoco únicamente la compañera de surrealistas como Man Ray. Ya hace un par de décadas que la historia del arte ha sacado a Lee Miller de la reductora casilla que ocupan las musas, ese término propio de otro siglo, para ensalzar su trabajo como fotógrafa de moda al servicio de las mejores revistas femeninas y también como reportera de guerra en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, aunque su trabajo siga siendo menos conocido y aplaudido que el de muchos de los artistas varones a los que frecuentó. Los Encuentros de Arlés, principal festival dedicado a la imagen en el continente europeo, consagran ahora a la estadounidense una exposición concebida como gesto definitivo para reafirmar su contribución a la cultura visual del siglo XX.
“Mi objetivo fue mostrar solo su trabajo, dejando fuera el glamur, los detalles biográficos y sensacionalistas, su relación con Man Ray y sus problemas de salud mental cuando volvió del frente de guerra”, señala la comisaria Gaëlle Morel, detrás de una exposición que podrá visitarse en la ciudad francesa hasta el 25 de septiembre. La muestra se centra en el periodo comprendido entre 1932, cuando interrumpe su actividad como modelo y crea su estudio en Nueva York, y 1945, año a partir del que abandona gradualmente la fotografía, traumatizada por su experiencia en los campos de concentración de Dachau y Buchenwald, de los que Miller fue uno de los primeros testigos externos. “Les suplico que crean que es verdad”, decía su primer telegrama desde esos lugares. Sus imágenes sirvieron para demostrar que los hornos de destrucción existían.
Entre sus trabajos se destacan las exquisitas series de moda con las que se hizo conocida durante los años 30 y las campañas al servicio de casas como Chanel o Schiaparelli. Y luego, en un giro radical, sus imágenes llenas de trenes al infierno, cadáveres en ristra y prisioneros demacrados. La mezcla resulta algo esquizofrénica. ¿Qué le pasó por la cabeza en el invierno de 1941 para dejarlo todo y, con dos rolleiflex colgando del cuello, pedir una acreditación de reportera de guerra para Vogue? “No era un caso tan extraño. En ese contexto, los fotógrafos eran artesanos capaces de pasar de una práctica a otra. Además, tenía la voluntad de participar, de dejar un testimonio de la guerra haciendo lo que sabía hacer”, responde Morel
En realidad, siguió trabajando en los dos ámbitos con normalidad. En distintas fotos de 1944 se la observa retratando las playas de Normandía, dedicando una serie a la última colección de prendas de lana en su estudio londinense y luego visitando a Picasso en su estudio de París.
El ejército aliado entendió la importancia de dejar que los fotógrafos siguieran sus actividades: les permitían concienciar a la opinión pública y labrarse una imagen favorecedora. Que Miller trabajase para Vogue suponía otro punto a favor, ya que con ella iban a alcanzar al público femenino de clase media-alta que leía la revista. Sin embargo, no hubo propaganda alguna en el trabajo de la fotógrafa, de personalidad libérrima e incluso insolente. Lo demuestra, por encima de todo, el autorretrato que se hizo en el baño de Hitler en su domicilio abandonado de Múnich, el mismo día que el führer se suicidaba en su búnker de Berlín. “Hacía años que tenía su dirección apuntada en el bolsillo. Tomé algunas fotos del lugar y dormí en su cama. Incluso me limpié la suciedad de Dachau en su bañera”, dijo una vez.
Una de las series más sobrecogedoras expuestas en Arlés está protagonizada por las mujeres acusadas de colaborar con los nazis (o, peor aún, de haber tenido relaciones con ellos). Tras la Liberación, las afeitaron, les dibujaron cruces gamadas en la cabeza y luego las pasearon por las calles francesas. Miller las observa con una mezcla de escarnio y empatía. Después de la guerra, Miller se retiró a una granja de Sussex con su marido, el pintor Roland Penrose, y se dedicó a cocinar, hasta graduarse en la prestigiosa escuela Le Cordon Bleu de París. Murió en 1977 en un relativo olvido, habiendo abandonado la fotografía y dejando un archivo de 60.000 negativos. Cuando su hijo los descubrió, los propuso al MoMA de Nueva York. Le respondieron que no tenían interés: su madre no era más que “una nota a pie de página en la vida de Man Ray”. Los Encuentros de Arlés rehabilitan ahora a Miller de una vez por todas, en una edición que celebra el trabajo de las mujeres fotógrafas del siglo XX con muestras dedicadas a la prestigiosa colección vienesa Verbund, que recoge el trabajo de decenas de fotógrafas feministas de los años setenta, de Cindy Sherman a Francesca Woodman, o al trabajo de Babette Mangolte, retratista oficial de las compañías de danza contemporánea en el Nueva York de la misma década. “Se trata de mirar al pasado para ver mejor el presente y el futuro”, afirma el director del festival, Christoph Wiesner.