Lecciones para movimientos sociales
En aquellos tiempos, un gay que viviera en Nueva York o San Francisco padecía un escenario realmente aterrador
Recuerdo a mi madre manejando su Volkswagen Gacel y a su lado su socio, Jaime, también arquitecto. Yo iba atrás, aún adolescente y promediando el secundario. Jaime era -es- gay y le contaba a ella acerca del surgimiento de una enfermedad incurable y espantosa que iba creciendo velozmente en los Estados Unidos. Los que la padecían enfrentaban una muerte segura, precedida por un proceso devastador.
Desde el asiento trasero escuché que el contagio se producía a través del intercambio de fluidos -sangre, semen y, quizás, hasta saliva- con alguien infectado. También que el periodo de incubación hasta la manifestación de síntomas era muy prolongado, lo cual transformaba la patología en extremadamente peligrosa. Como alguien que todavía no había tenido su primera experiencia sexual, todo ello me llenó de preguntas y preocupaciones. Pero hace falta revisar las estadísticas para entender cuán conmocionante y aterradora aquella epidemia fue, por aquellos años, para la comunidad homosexual.
El primer caso de sida identificado como tal en los EE.UU. data de 1981. Veinticuatro meses después ya había mil reportados. Y antes de que finalizara la década se había llegado a los 100.000. En el tope de la epidemia, allá por 1995, se llegó a alcanzar el escalofriante número de 50.000 víctimas fatales anuales.
El primer caso de sida identificado como tal en los EE.UU. data de 1981. Veinticuatro meses después ya había mil reportados
En los primeros años, el 92% de los afectados eran hombres, el 71% de los casos correspondía a relaciones homosexuales masculinas y la tasa de mortalidad sobrepasaba el 95%. De hecho, en el año 1993, el sida llegó a ser en los EE.UU. la principal causa de muerte entre las personas de 25 a 44 años.
Resulta claro que en aquellos tiempos, un gay que viviera en Nueva York o San Francisco padecía un escenario realmente aterrador: expuesto a un riesgo mayúsculo y -casi sin excepción- ya habiendo experimentado la pérdida de un ser cercano. Para colmo, la actitud de la administración Reagan frente a semejante tragedia fue de desdén y prescindencia. La comunidad homosexual se vio en absoluta soledad para lidiar con una enfermedad implacable y estigmatizante, características agravadas por los prejuicios y la negligencia del gobierno federal.
Mediante una impecable organización, que incluyó distintas iniciativas -entre ellas el "Act Up"-, el movimiento gay batalló para involucrar a gran parte de la sociedad, y consolidó así su pelea por revertir la discriminación existente, tanto en materia de derechos como de políticas públicas. Parte de ese proceso está narrado en el fascinante libro de Linda Hirshman Victoria: La triunfante revolución gay. Su tesis es que el éxito de esa comunidad en la lucha por sus derechos constituye un muy buen ejemplo para otros movimientos sociales. Su subtítulo es, en ese sentido, claro e inspirador: "Cómo una minoría despreciada resistió, venció a la muerte, encontró el amor, y cambió a Estados Unidos para todos".
Hirschman cuenta cómo un grupo de ciudadanos pasó de ser perseguido por el Estado a estar paulatinamente incluido -de derecho y en la práctica- en las políticas públicas
Hirschman cuenta cómo un grupo de ciudadanos pasó de ser perseguido por el Estado a estar paulatinamente incluido -de derecho y en la práctica- en las políticas públicas. Para ello se centra en historias de valentía personal contenidas en un marco de fenomenal capacidad de gestión colectiva. A ello hay que agregarle una utilización comprometida pero -sobre todo- muy inteligente de recursos que se encontraban potencialmente disponibles ya que, a pesar de estar muchas veces ocultos, algunos de los actores del movimiento ocupaban posiciones sociales prominentes.
Algo parecido –en términos de organización por la lucha de derechos y salvando las distancias- ocurrió en nuestro país con la ley de matrimonio igualitario con la que la Argentina se puso internacionalmente a la cabeza de muchas reivindicaciones. Y el proceso local entraña, quizás, otro aprendizaje: en ocasiones instalar la agenda y el debate es la parte más problemática de la tarea, y la polémica tiende casi a desaparecer –afortunadamente- una vez tomada la decisión.
Al margen de las comparaciones resulta claro que, en el caso del VIH/sida, el logro de la mayoría de las sociedades modernas en controlar una enfermedad tan sanguinaria se debió a múltiples factores: conocimiento acumulado en investigación, el celo de algunos científicos, el cambio de la agenda estatal, la acción de ONGs y la vocación de comunicación masiva del problema, por citar algunos. Pero no es menos cierto que esa convicción y capacidad de organización del movimiento homosexual frente a la adversidad fue el imprescindible punto de partida. Es en gran medida debido a ello que el 1 de diciembre pasado conmemoramos un nuevo aniversario de la lucha contra el VIH/sida con el alivio de que una epidemia que se cobró más de veinticinco millones de vidas es hoy, concientización y tratamiento antirretroviral mediante, casi una enfermedad crónica con la que es posible vivir.
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