Lecciones de un reality show para un país achatado
En el exitoso ciclo MasterChef tal vez se pueda encontrar algo que aprender y hasta quizá un modelo inspirador para el sistema educativo, el Gobierno, la política y la propia sociedad
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¿Puede un reality show enseñarle algo al país? El lugar común dice que no, al menos si se espera de él algo más que un entretenimiento pasatista. Sin embargo, en el programa más visto de la televisión argentina tal vez podamos encontrar, en estos días, algunas cosas para aprender. Hasta quizá ofrezca un modelo inspirador para el sistema educativo, para el Gobierno y la política y también para la propia sociedad.
MasterChef es algo más que un buen show televisivo. Es una experiencia que valoriza el rol del maestro y que no le tiene miedo a la exigencia. El que sabe está un escalón más arriba (se ubica hasta físicamente sobre una tarima, como en el antiguo desnivel del aula escolar o universitaria), no siente vergüenza ni temor por ejercer la autoridad, por marcar errores y por establecer diferencias entre los que se esfuerzan y los que no. Transmite, explica y ayuda, a la vez que exige, evalúa y califica.
Si intentáramos una radiografía de este éxito televisivo, veríamos que rescata valores que el sistema educativo y la sociedad han extraviado. Se anima a reconocer jerarquías, a establecer reglas claras y hacerlas cumplir, a precisar límites y roles. El participante puede opinar, por supuesto; puede preguntar y disentir. Pero no está en el mismo nivel que el jurado. Se permiten las rebeldías, no las reacciones desubicadas. Se respeta el lugar del que sabe; del que ha llegado ahí por su trayectoria, su formación y su talento. Parte del juego es aceptar el veredicto: una lección para un país que atropella a los jueces, acata las sentencias cuando le conviene y, si el fallo es adverso, denuncia persecución. Hay otra regla del show que también encierra una enseñanza: se escucha la crítica del “maestro”, se la valora, se aprende de ella. ¿Sobrevive ese código en las escuelas secundarias?
Si se observan las actitudes y evaluaciones de los jurados se verá cuán alejados están del estereotipo del maestro o el profesor condescendientes. No hacen demagogia. Son exigentes y severos porque confían en la capacidad de los participantes y en el potencial de todos ellos. Elevan la vara; no nivelan hacia abajo. No encubren con eufemismos ni la aprobación ni el reproche. Llaman a las cosas por su nombre. No les tiembla el pulso ni balbucean a la hora de cumplir su rol, muchas veces antipático. Los chefs parecen ejercer, en este escenario televisivo, un liderazgo y una autoridad natural que los docentes, en general, han perdido.
La escuela, antes de decirle a un alumno que no ha aprobado, prefiere decirle que “le falta completar un tramo del trayecto pedagógico”. No se anima a desaprobar porque le parece “estigmatizante”. Hace unos años, la provincia de Buenos Aires llegó al extremo de suprimir los aplazos. Se reemplazaron los números por letras, y ahora quizá se reemplacen las letras por símbolos y arrobas para que las calificaciones sean “más inclusivas”.
En el programa que mira medio país, los mejores suben a un balcón: es una manera, física y simbólica, de elevarlos. Los que se destacan se llevan una medalla. Debe sonar a herejía en una escuela que ha eliminado los cuadros de honor y se inclina a elegir a los abanderados por sorteo o aclamación. El de MasterChef no es un modelo que proponga un falso igualitarismo: es un sistema que alienta la excelencia, incentiva el esfuerzo y valora la creatividad. No tiene miedo a aplicar premios y castigos y, por encima de todo, destaca a los mejores y estimula a los más rezagados para que puedan progresar. Propone, como dogma, el valor de la superación. Acepta, sin complejos ni pruritos, que la relación entre el profesor y el alumno (o entre el jurado y el participante) es una relación asimétrica. Cuando deja de serlo, el sistema mismo de aprendizaje y formación se convierte en una ficción.
Quizá habría que sentar frente al televisor a ministros de Educación, decanos universitarios, pedagogos y docentes para que tomen apuntes y saquen conclusiones del “modelo MasterChef”. Tal vez también los padres debamos anotar algunas de sus enseñanzas. Los niveles de audiencia muestran (más allá de sus virtudes como entretenimiento) algo significativo: no es un modelo que provoque rechazo, sino más bien lo contrario. Nadie cree que los participantes estén sometidos a un régimen autoritario; mucho menos a un método de tortura. Es cierto: hasta algunos televidentes pueden sentirse incómodos porque se trata de un sistema de exigencia y de evaluación estricta. En nuestras escuelas y universidades, pero también en el empleo público y en muchos ámbitos del sector privado, la exigencia y la evaluación ya forman parte de una cultura extraña. MasterChef muestra, además, que el orden, las reglas claras y las jerarquías no tienen por qué asociarse a rigidez, autoritarismo y acartonamiento.
Para un país y un sistema educativo en que no está del todo claro quién tiene la última palabra, quién evalúa a quien y dónde está la autoridad, por el lugar menos pensado ha aparecido un modelo. Además de reglas claras, incluye otras excentricidades: propone una cultura y un sistema de trabajo que se mide por sus resultados; hay instrucciones y consignas que se deben respetar. Hay un método, en definitiva. Quizá parezca exagerado, pero en muchísimas escuelas todo eso suena definitivamente extraño. El método es la improvisación permanente; las reglas son, en el mejor de los casos, un confuso catálogo de sugerencias; las instrucciones siempre son sospechosas: se las identifica con una rémora castrense.
Muchos participantes del reality también ofrecen un ejemplo interesante. Varios son profesionales consagrados en lo suyo. Sin embargo, se someten a la evaluación y al juicio de otros que, en un campo determinado, saben más que ellos. Aceptan las reglas de juego, no intentan acomodarlas a su conveniencia y mucho menos ponerse por encima de ellas. La trampa y la avivada son penalizadas. En un país donde cualquiera “chapea”, rige la ley del acomodo y es raro que alguien reconozca en otro a una autoridad, los participantes de este show ofrecen casi un modelo de ciudadanía civilizada. Podría pensarse que algunos lo hacen por fama y notoriedad. Quizá. Pero tal vez haya algo más noble: vocación de aprender, de jugar un juego limpio, de arriesgar y competir. Si así fuera, también podría ser un ejemplo para tomar nota.
Además de los participantes y el jurado, el reality tiene un conductor. Cumple un rol fundamental y protagónico, pero también muestra una actitud extraña: no intenta, en ningún caso, interferir en las decisiones de los jueces, que deliberan de manera transparente, sostienen distintos criterios, pero tratan de ponerse de acuerdo con vocación de ser ecuánimes y justos. Quizá tengamos algo que aprender de ese respeto a un tribunal que exhibe independencia, firmeza y sobriedad, y que elude, al mismo tiempo, la feria de vanidades.
Esta vez, el espectáculo más visto de la televisión no merodea por el exhibicionismo ni el mal gusto. Tampoco propone griterío ni conventillo. Quizá sea porque la televisión ya no se anima a competir con el espectáculo bizarro que ofrece la política. ¿Qué escándalo televisivo le podría ganar hoy al show de Berni contra Frederic? ¿Quién se anima a inventar algo más chocante que el vacunatorio vip? MasterChef nos ofrece, si lo queremos ver, un modelo de buena educación, de formación, esfuerzo y aprendizaje, de convivencia, de aceptación de la justicia, de ejercicio de la sana autoridad y de respeto al que sabe. No es poco para un país achatado que ha cometido la extravagancia de sentar al mérito en el banquillo de los acusados.