Lecciones de Stephen Jay Gould
Por Rodolfo H. Terragno Para LA NACION
EL muchacho no podía entender ni una película. Sin embargo, tenía un diario en la memoria: recordaba, día por día, qué le había ocurrido en los últimos veinte años. Como los gemelos de El hombre que confundió a su esposa con un sombrero , capaces de decir en qué caería Jueves Santo el año 80.115, aquel autista deslumbraba con sus cálculos. Cuando estaba ante extraños, salía de su mutismo y les pedía sus fechas de nacimiento. Lo que seguía era asombroso:
-14 de enero de 1916.
-Viernes.
-16 de noviembre de 1943.
-Martes.
-26 de abril de 1975.
-Sábado.
Nunca se equivocaba.
Stephen Jay Gould estaba perplejo. El calendario se repite cada 28 años (2002 es igual a 1974) y eso permitía -regla de cálculo mediante- saber el día de la semana de una fecha cualquiera. Sin embargo, la regla de cálculo era inmanejable para el autista. ¿Cuál era el algoritmo que usaba su mente?
Un día, Gould decidió abordarlo. Le preguntó si el número 28 tenía algo especial. La respuesta fue: "Sí, cinco semanas".
"No entiende; lo que contesta es absurdo", pensó Gould. Horas después, sintió "como un relámpago en la mente" y dio un grito. Había descubierto el algoritmo que usaba el muchacho.
Los años tienen 52 semanas + 1 día, salvo los bisiestos: 52 + 2. En 28 años hay 1456 semanas + 35 días = 5 semanas. Esas cinco, incluidas por el muchacho en su algoritmo, eran la clave para obtener sus "fulminantes y sobrecogedoras" respuestas.
Gould cuenta la historia del autista en el final de su libro Milenio . Hace cuatro años, ese texto me hizo llorar:
"Ojalá todos hiciéramos un uso tan excelso de nuestros talentos especiales, no importa cuáles ni cuán limitados parezcan. [...] Cuando cité la bella respuesta [del muchacho], no la reproduje íntegra. Lo que me dijo fue: "Sí, papá , cinco semanas". Su nombre es Jesse. Es mi hijo mayor y estoy muy orgulloso de él".
La potencialidad biológica
No lo conocí. Ni siquiera conocía su rostro. Cuando vi su foto, en LA NACION, no me dijo nada. El título, en cambio, me sacudió: "Falleció a los 60 años Stephen Jay Gould".
Dejé caer el diario y me quedé, inmóvil, pensando en todo lo que, por culpa de esta muerte inoportuna, jamás nos sería revelado. ¿Cuántos libros más habría escrito aquel paleontólogo deslumbrante? ¿Hasta dónde habría llegado su reinterpretación de la teoría evolutiva? ¿Quién tendría el mismo vigor y la misma autoridad para concluir la batalla contra el determinismo biológico?
Evoqué, luego, el día que "conocí" a Gould, en 1982. Cuando me interné en La falsa medida de la mente , no imaginé cuánto influiría en mi vida aquel profesor de zoología, de cultura infinita y pensamiento provocador.
En esa época, yo estaba en busca de bases científicas para una teoría de la igualdad social. El debate "naturaleza v. ambiente" había caído en la banalidad. Unos parecían creer que el 25 de octubre de 1881, en Málaga, había nacido un niño predestinado a pintar el Guernica . Otros querían suponer que, con idénticos estímulos ambientales, cualquiera habría sido un Picasso.
Con (aparente) rigor científico, Arthur Jensen y Hans Eysenck habían reabierto la discusión en los años 70. Esgrimiendo estudios comparados de coeficiente intelectual, y dudosas teorías genéticas, sostenían que las diferencias sociales estaban predeterminadas en los genes.
E. O. Wilson había fundado la sociobiología, que hacía aparecer al individuo como un intermediario entre los genes recibidos y los transmitidos. Gould se burlaría de esta escuela, invocando la frase de Samuel Butler: "La gallina es el recurso que utiliza un huevo para fabricar otro huevo".
Los partidarios de la igualdad social, mientras, huían de la ciencia. Concedían la desigualdad natural, y sólo proponían, por ética y conveniencia social, tratar a los individuos "como si fueran" iguales.
Yo intuía que la vida ensamblaba a cada persona como un chico ensambla las piezas de un Lego. Era imposible armar un modelo sin las piezas necesarias. A la vez, todo conjunto de piezas daba para muchos modelos diferentes.
Gould me enseñó que cada individuo nace con un patrimonio genético: el genotipo. Durante su vida, un número de genes se expresan y dan origen a características que, combinadas entre sí, constituyen un fenotipo, es decir, una personalidad. Otros genes quedarán latentes o inhibidos, o serán objeto de mutaciones. Esto depende, en buena medida, del contexto social.
Contra el determinismo, Gould blandió la "potencialidad biológica". La escala social -sostuvo- no está diseñada por la naturaleza. Su tesis obtuvo un principio de confirmación hace dos años, gracias al Proyecto Genoma Humano. Al revelarse nuestro mapa genético, se comprobó que tenemos menos genes de lo que suponíamos: 30.000 en vez de 100.000. Demasiado pocos para pensar que todo aspecto de nuestro físico o nuestra conducta esté vinculado a la acción de un gen específico.
La ciencia, a la que tanto temían los partidarios de la igualdad social, empieza a proveer bases para una teoría igualitaria.
El pulgar del panda
Su mente admirable, su conocimiento enciclopédico y su razonamiento perturbador no permitían que Gould suspendiera el hábito de desafiar a todo y a todos.
Lanzaba el guante y se ponía en guardia. No aceptaba la "objetividad", si se la asimilaba a "imparcialidad". Cualquier pretexto le servía para salir al cruce de la sabiduría convencional o el preconcepto. Recuerdo, por ejemplo, El pulgar del panda y, en particular, el capítulo donde discute si los dinosaurios son tontos:
"La extinción es el destino de todas las especies; no sólo de las criaturas desafortunadas o mal diseñadas. No es una señal de fracaso. Lo notable acerca de los dinosaurios no es que se hayan extinguido sino que hayan dominado la Tierra durante tanto tiempo. Fueron emperadores a lo largo de 100 millones de años. [...] Después de 70 millones en la cima, nosotros los mamíferos tenemos una excelente experiencia y buenas perspectivas de futuro, pero todavía nos falta mucho para igualar la supervivencia de los dinosaurios. Y no hablemos de nuestra especie, el Homo sapiens , que tiene apenas 50.000 años. ¿Quién apostaría a que el Homo sapiens va a durar más que el Brontosaurus ?"
Yo habría apostado a que Gould duraría más de sesenta años. ƒl, admirador del bambú y la cigarra, capaces de desconcertar a los depredadores, no podía dejarse depredar tan fácilmente.
Pienso, ahora, en el pobre y admirable Jesse. Pienso en lo que debe de haber llorado, desde su cautiverio mental, la muerte de ese genio y padre, que se sentía orgulloso del hijo mayor.
Stephen Jay Gould murió el 20 de mayo de 2002. Lunes.
El autor es senador de la Nación (UCR, ciudad de Buenos Aires).