Lecciones de Afganistán
El fracaso en ese país en términos de desarrollo nos tiene que llevar a reflexionar qué agenda promueve la cooperación internacional
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Para todos los que trabajamos en fomentar el desarrollo en nuestros países, la tragedia de Afganistán ofrece muchas lecciones.
El asombroso avance del Talibán a lo largo del impenetrable territorio afgano cuya coronación culminó en la caída de Kabul en unas pocas semanas determinó el colapso de la presencia militar de los Estados Unidos y sus aliados en el país. Los hechos marcaron los límites de la capacidad de actuación del que sigue siendo, nada más ni nada menos, la potencia más importante del mundo actual.
Una vez más se ha probado la incapacidad de generar un gobierno funcional y moderno que ofrezca algún mínimo grado de estabilidad e independencia pese a los enormes esfuerzos de Washington y Occidente en general.
Pero un costo adicional se ha infligido sobre el “soft-power” norteamericano que podrían ofrecer -según presentan los medios masivos- un motivo de festejo en Beijing y en Moscú, más allá de que también los jerarcas del PCCH y del Kremlin comparten tribulaciones derivadas del crecimiento del terrorismo y del islamismo extremo en sus fronteras.
Naturalmente ha despertado reacciones contra la administración -y sus antecesores- el hecho de que después de dos décadas de presencia norteamericana y tras haber gastado cifras astronómicas que algunos cálculos sitúan en torno a los dos trillones de dólares, la situación en Afganistán se haya retrotraído al punto de partida en el que el Talibán se ha hecho del control del país. El retorno de un grupo extremadamente violento, anti-occidental y que no observa ningún respeto por las libertades individuales y los derechos humanos más elementales ha generado una comprensible alarma a nivel global.
Pero, ¿Qué ha sucedido en estos veinte años desde el inicio de la operación de la OTAN que siguió al 11 de septiembre?
En esos veinte años, se hicieron enormes gastos militares, pero también se financiaron miles de millones de dólares de proyectos de desarrollo, generación económica, gobernabilidad, intento de generar elecciones libres, instituciones democráticas. Nobles intenciones que desgraciadamente no lograron sus objetivos de largo plazo.
Es un hecho de la realidad que no se ha alcanzado la meta de conseguir ese capital social base, tan necesario para que las sociedades funcionen, se respeten los individuos, los contratos y se genere la mínima confianza necesaria para conformar un tejido social.
El fracaso de Afganistán en términos de desarrollo nos tiene que llevar a reflexionar qué agenda promueve la cooperación internacional. Acaso temáticas que son relevantes para elites urbanas que viven en capitales de países desarrollados poco tienen que ver con las demandas locales o la cultura de las comunidades que se busca ayudar.
A su vez, los hechos permiten ver el surgimiento de interrogantes sobre la efectividad de los Estados, una verdad que nadie se pregunta en estos tiempos de Covid, pero que bien observado presenta fisuras evidentes. Desde luego, la acción de los diferentes gobiernos ejerce un rol fundamental en momentos de crisis como la presente, con su característica global y perdurable, pero para generar desarrollo sostenible basado en instituciones que fomenten las oportunidades para todos a través del trabajo, el comercio y actividades productividad y culturales, es necesario que las políticas tengan impacto a través de las formas de la sociedad y la iniciativa de los ciudadanos. Desgraciadamente, pese a las buenas intenciones, el caso nos demuestra cómo cientos de organizaciones no gubernamentales, fundaciones, instituciones académicas han recibido millones de dólares para generar desarrollo, con pocos resultados para mostrar.
Evidentemente no todas las naciones procuran vivir en un sistema político democrático al estilo occidental y las formas de gobierno y organización social que adoptan los diferentes países responden a sus idiosincracias, cultura y realidad histórica. Y ello es plenamente respetable en tanto integren un orden global que propenda a la paz y la seguridad internacional.
Pero si creemos que todos los individuos deberían encontrar condiciones para progresar, ser respetados en sus derechos individuales y tener oportunidades de vivir en paz con sus familias y comunidades, los esfuerzos de la comunidad internacional y de las naciones más avanzadas deberían detenerse a reflexionar sobre las lecciones del pasado inmediato y su proyección en el futuro.
Acaso ello puede ofrecer la única consecuencia auspiciosa de la tragedia afgana.