Las vueltas de la vida, en bici
Mi primera bicicleta era roja y me la trajeron los Reyes Magos. Si alguien quiere debatir la existencia de los Reyes Magos, adelante, consigan una máquina del tiempo e intenten convencer a ese chico de seis años que ya entonces tenía mal carácter. Suerte con eso, en serio.
El dinero no sobraba en casa, y supe luego que mi abuelo colaboró con la adquisición, muy posiblemente porque era su nieto favorito y no porque creyera que dicho vehículo fuera una legítima necesidad. En todo caso, mi primera bicicleta, sin ser de las mejores, tenía frenos de verdad y guardabarros metálicos con filetes vistosos y diseño elegante. Venía con su propio inflador, que se llevaba en uno de los caños de la estructura, ajustado entre dos topes metálicos, y una cartuchera colgada detrás del asiento, con las herramientas y los repuestos para enfrentar cualquier eventualidad.
Desde muy pequeño sentí la necesidad de saber cómo funcionaban las cosas. Hay una foto que lo prueba. Se me ve sentado en el piso junto a mis juguetes, tenía unos tres años, y cuando digo “mis juguetes” me refiero a un cochecito a cuerda sin la carrocería, un pato de goma que no goza de buena salud, algo parecido a un teléfono y numerosos engranajes, poleas y ejes sembrados alrededor. De fondo está el triciclo, que por algún motivo sorteó mi curiosidad. Tal vez porque, como en una bicicleta, todo estaba a la vista.
Amé la bici desde el primer instante, y ese amor ha perdurado intacto. Pero no escarmentaba, y al tiempo que aprendía a andar, con las rodillas, los codos y los tobillos estragados de raspones, fui descubriendo que podía desarmarla por completo. Recuerdo el día que logré dar la vuelta, en la esquina de la Avenida Iriarte y la cortada, y también el día que me caí en medio de esa avenida, justo delante de un colectivo de la línea 270, que por fortuna consiguió frenar a tiempo.
Y con idéntica claridad recuerdo cuando me enseñaron a enganchar de nuevo la cadena (¡cuidado con los dedos!); a enderezar el manubrio, que con los porrazos solía desalinearse; a desarmar la válvula para ver si el gomín estaba en condiciones, e incluso cómo salir del paso si no tenías un gomín de repuesto.
Pero un día ocurrió lo inevitable. Pinché una rueda.
Supongo que había bicicleterías en aquella época. Pero no hizo falta. Me quedaba todavía una lección importante. Al revés que en el triciclo, las ruedas de la bicicleta tenían en su interior una cámara de goma. ¡Algo escondido! No me daban los ojos para observar cómo era que funcionaba todo el asunto. Extraer la cámara requería cierta técnica delicada, pero firme, y aun con mi manos infantiles, insistí en aprender cómo se hacía. Intenso, el nenito.
Al final, me las arreglé, y fue un instante triunfal. ¿Pero cómo dar con la pinchadura? En el piletón del patio, por supuesto, que llenamos con agua, y allí estaba, burbujeando burlona. Luego fue cosa de aprender a usar el pegamento, que sobre todo demanda paciencia, y al final quedó como nueva. Con los años, mi colección de trucos crecería, lo mismo que los parches en las cámaras.
Hace poco empezamos a andar en bici de nuevo, para combatir el sedentarismo pandémico. Doce kilómetros por día. Todos los días. Así que, como era de esperar, terminé pinchando una rueda. La delantera, por suerte. La había notado rara la noche anterior (gracias a los golpes, uno aprende de chico a sentir la bicicleta en todo el cuerpo), pero estaba cansado y lo dejé pasar. Al día siguiente la encontré en llanta.
–No te preocupes, mañana llamo a la bicicletería –me consoló mi compañera de ruta, y hubo entonces como un remolino de recuerdos que duró un instante y a la vez duró décadas, y un rato después tenía la cámara en el piletón, burbujeando culpable, y los parches y el pegamento esperando sobre la mesa. Faltaba tal vez mi abuelo. O papá. Pero al día siguiente estaba pedaleando de nuevo. Como debe ser.