Las vocales no nos hacen mejores personas
“El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”, dijo Heidegger. Así lo trasluce Borges en su obra, que, como bien señaló la escritora recientemente fallecida Sylvia Molloy, tiene al lenguaje como su centralidad. Pocos escritores le han dedicado tantas páginas admirables. En su cuento El Congreso, demuestra que querer instaurar políticamente un lenguaje absoluto y universal solo conduce a la disgregación. El lenguaje no es de nadie y no responde a más razón que su propia lógica. Su génesis es irracional. Por lo demás, da alas y encierra a la vez.
No fueron pocos los que se lanzaron a inventar lenguas. James Joyce dijo que cuando escribió el inabordable Finnegans Wake puso a dormir al lenguaje para hacerlo hablar en el sueño; los futuristas rusos crearon el zaum, el idioma que también hablan los pájaros, las flores y las estrellas. No olvidemos el glíglico de Julio Cortázar con el que, en Rayuela, describe el alto voltaje de una escena erótica, demostrando así que no es el género de las letras ni las palabras lo que comunica, sino la lógica musical del lenguaje. Veamos si no: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémsio y caían en hidromurias…”.
Shakespeare creó palabras hoy incorporadas al inglés. Quevedo, en español. En nuestras latitudes, Oliverio Girondo, César Vallejo: geniales iconoclastas. Son deliciosos los neologismos poéticos de Alejandra Pizarnik: “Gardel atanguece”. Estos febriles orfebres del lenguaje no pretendían, sin embargo, imponer sus rebeliones, sino debatirse en la hermosa perplejidad de la casa del ser. Hoy asistimos en cambio a una guerra –como si no hubiera bastantes– contra una vocal a la que se le imputa violencia de género: la o, que, en una actitud patriarcal, se arroga el derecho de ejercer funciones universales, para las cuales se dictamina que sea sustituida por la e. En el fragor de la batalla, esta ha ganado adeptos. Y también la a, que comienza a invadir enclaves antes exclusivos de la o: ya hay quienes hablan de “la cuerpa”, “la munda”. Quienes se enrolan en esta libertaria gesta gramatical no buscan solo arrebatarle territorios a la o, sino también enseñar a los ciudadanos de la lengua castellana a hablar y escribir en consecuencia, para que seamos –valga la ironía– “más derechos y humanos”.
Las lenguas ciertamente se transforman y es en las sociedades donde se operan los cambios. Pero nadie los impone. Mucho menos los jefes de Estado. Solo los convalida el tiempo.
No cabe a las vocales hacernos mejores personas. Tampoco a la x –curiosamente valor incógnito de una ecuación que, lejos de visibilizar, esconde, impersonaliza–, sino a una educación que forme en valores y vigorice la inteligencia crítica de los individuos. Y a los gobiernos en el cumplimiento de la erradicación cada vez más utópica de la miseria. Nuestros jóvenes apenas pueden expresarse. Están incapacitados de comprender un texto. No pueden leer en voz alta porque no logran concatenar ni las letras, ni las palabras, ni las oraciones. En este escenario de semianalfabetismo estructural, los autoerigidos en voceros únicos de los derechos humanos agregan un elemento más a la confusio linguarum vigente.
Entretanto, se reduce nuestro mundo. Hoy difícilmente podamos gozar de la descripción de un crepúsculo, del amor, de los sueños. Nadie escribe sobre eso, porque la realidad que se dice visibilizar con este lenguaje caprichoso no se extiende más allá de los genitales. La sexualización lingüística imperante que confunde morfemas con testículos marca la cumbre de un sexualismo social llevado al paroxismo. Es probable que los cruzados de esta majadería filológica se alcen finalmente con la victoria. Pero será, para mal de todos incluidos, una victoria pírrica que acabará de consolidar la Babel sin cielo de nuestra sociedad.