Las víctimas silenciadas de un horror que ya nos parece normal
¿Nos resignamos a que sacar la basura en un barrio de clase media urbana implique jugarse la vida?
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El nombre de Mariano Boschi no figura en los discursos políticos. En la campaña bonaerense, hasta donde ha podido rastrearse, nadie ha hablado tampoco de Adrián Albanese ni de Ayelén Arredondo ni de Santiago Stirz. La lista de omisiones es muchísimo más larga; detrás de cada uno de esos nombres hay vidas arrebatadas por la inseguridad. Que sus nombres y apellidos no nos suenen, que los candidatos no los conozcan y que la política no los mencione parecen todos síntomas de un rasgo social escalofriante: nos hemos acostumbrado al horror; naturalizamos la violencia y ya ni siquiera produce conmoción ciudadana que un hombre de 43 años, como Mariano Boschi, haya muerto la semana pasada después de haber sido apuñalado delante de sus hijos de 9 y 4 años por ladrones que lo sorprendieron cuando sacaba la basura en un barrio de La Plata.
Mariano, Adrián, Ayelén, Santiago y tantos otros han pasado a nutrir una estadística trágica: en 2019 (último año “normal” antes de que la pandemia lo trastocara todo), en la provincia de Buenos Aires se produjo un homicidio cada nueve horas. Eso equivale a 954 víctimas, de las cuales casi 200 fueron asesinadas en ocasión de robo. Detrás de los números fríos hay familias desgarradas, niños ante el desamparo de la orfandad y padres condenados a “ausencia perpetua”, según la conmovedora definición de Diana Cohen Agrest (la madre de Ezequiel, asesinado también en un asalto).
Ante la tragedia y el dolor de las familias a las que “les toca”, tal vez debamos preguntarnos qué nos pasa como sociedad frente a un flagelo que no para de crecer. ¿Nos resignamos a que sacar la basura en un barrio de clase media urbana implique jugarse la vida? ¿Aceptamos que todos vivimos en libertad condicional mientras el Estado declara su impotencia y los gobiernos fracasan con indolencia? Todo indica que cada vez nos replegamos más ante el avance de la violencia. Ni siquiera llegamos a procesar el horror, porque los hechos son tantos que cada vez llaman menos la atención. Un crimen como el de Mariano Boschi queda casi reducido a una tragedia familiar y a un expediente más en los atiborrados tribunales penales de la Justicia bonaerense. No se convierte en una “causa ciudadana”, no domina la agenda del debate público, no obliga a los legisladores ni a los ministros de Seguridad ni a los jueces y fiscales a reaccionar y dar respuestas ante la sociedad. Las víctimas de la inseguridad urbana corren el riesgo de diluirse ante una mezcla de resignación e indiferencia. Nos acostumbramos a una degradación social que devalúa el valor de la vida. Las historias de vecinos y comerciantes golpeados, baleados, vejados o asesinados en asaltos pasan como un segmento más en los noticieros de la noche. Sabemos que ciudades como La Plata, Bahía Blanca o Mar del Plata se han convertido en territorios altamente peligrosos. Y que vastas zonas del conurbano son, directamente, tierra de nadie. El tema, sin embargo, parece ocupar un lugar periférico y acaso marginal en los debates de campaña.
¿Quién alza la voz por víctimas como Mariano Boschi? No son muertes que preocupen a los organismos de derechos humanos ni que movilicen al activismo militante. ¿No importa que detrás de esas víctimas haya ausencia y negligencia del Estado? ¿No importa que al crimen le suceda la impunidad ni que muchas familias queden expuestas a la represalia de los propios victimarios? ¿Por qué no resuena con la misma potencia que otros casos el reclamo por las muertes de Mariano, de Adrián, de Ayelén o de Santiago? Las razones del silencio tal vez haya que rastrearlas en el discurso del poder y en el ánimo ciudadano. Por un lado, parece haber víctimas que cuentan más que otras. Quizá no deba sorprender en una Argentina que históricamente ha tenido una doble vara para calificar a las víctimas. Un garantismo mal entendido (convertido en “defensorismo” ideologizado) estigmatiza a la policía, “invisibiliza” a las víctimas y justifica a los victimarios.
Para ese discurso dominante, solo cuentan las víctimas que hacen juego con el relato y responden a las conveniencias de ocasión. Es el discurso que convirtió a Santiago Maldonado en una causa, pero miró para otro lado ante la muerte de Facundo Astudillo Castro. Es el discurso que consintió la liberación de presos con la excusa de la pandemia, mientras cargaba las tintas contra Chocobar y archivaba las pistolas Taser. Pero el silencio ante las víctimas de la inseguridad urbana excede a esas corrientes ideológicas, hoy instaladas en el poder. Hay también un silencio ciudadano; un silencio que no existía, por ejemplo, en 2004, cuando el país se movilizó después de la muerte de Axel Blumberg. ¿Es el silencio de la resignación?
Es cierto que en el último año hubo fuertes movilizaciones ciudadanas, en las que el reclamo de seguridad no estuvo ausente. La masiva liberación de presos produjo, el año pasado, una fuerte reacción social, aunque el juez que las avaló apenas tuvo que esperar que bajara la efervescencia para seguir como si nada. Es cierto, también, que la Argentina del último tiempo ha sufrido tanto dolor, tantos escándalos y tantas afrentas que es inevitable que algunos horrores tiendan a diluirse frente a la dimensión que adquieren otros. Pero lo más riesgoso, sin embargo, es que detrás del silencio ciudadano haya, en verdad, una especie de acostumbramiento a una Argentina degradada, en la que cada vez nos vamos conformando con menos y naturalizamos la violencia como un destino inevitable.
La provincia de Buenos Aires ha incorporado el miedo como un sentimiento permanente. En los barrios la gente se encierra cuando oscurece. En las paradas de colectivos, las mujeres atraviesan la espera con el corazón en la boca. Los comerciantes atienden a través de rejas; en muchas zonas están armados. Hay organizaciones vecinales que practican una suerte de “justicia por mano propia”. En los pueblos del interior bonaerense también se ha perdido la paz. La gente vive en estado de alerta, conectada en grupos de WhatsApp para ejercer un monitoreo permanente de los movimientos de la cuadra. Mientras tanto, en las cárceles sigue funcionando la puerta giratoria, el cumplimiento de las penas es una ficción y las mafias avanzan en muchas zonas donde la policía se repliega.
Además de la violencia criminal (muy dominada, en algunos barrios, por el narco), existe una microviolencia que contamina la vida cotidiana en todos los estamentos sociales. En las periferias urbanas, que a los chicos los aprieten para robarles el celular, las zapatillas o la bicicleta son hechos que ni siquiera llaman la atención y que se viven como parte de una rutina habitual. Son delitos que, además, no figuran en ninguna estadística porque ni siquiera se denuncian. Los vecinos y la policía saben quiénes son, pero están resignados a no poder hacer nada. Es sabido que, en contra de algunos estereotipos alentados por el ideologismo demagógico, son los sectores más vulnerables los que más sufren la inseguridad y los que están más indefensos para protegerse de esa amenaza permanente.
Mientras la vida real transcurre “bajo amenaza”, la agenda de la política se torna cada vez más endogámica y autorreferencial. El de la seguridad es un debate espasmódico y pendular, que solo se teatraliza para calmar demandas coyunturales. ¿Qué ha cambiado entre aquellas movilizaciones por Axel Blumberg y la realidad de estos días? La inseguridad ha empeorado; las muertes se han acumulado; la tragedia nos sigue desgarrando. El crimen de Mariano Boschi, hace apenas unos días, nos recuerda que en cada esquina nos jugamos la vida. ¿Ya nos hemos resignado a que ese sea un drama más de la Argentina?