Las víctimas, primero
En tiempos remotos de la humanidad, la víctima de un daño sólo tenía la facultad de impartir justicia por mano propia para resarcir el agravio recibido. Posteriormente, en un avance para esos tiempos, esa conducta fue morigerada mediante la ley del talión, bajo la premisa del "ojo por ojo, diente por diente", procuraba impedir excesos y castigos desproporcionados.
Con el advenimiento de los Estados organizados, al ejercer éstos el monopolio de la fuerza y de la administración de justicia, la víctima es prácticamente excluida para ser representada por el Estado en el proceso judicial. Es que, con el devenir del derecho positivo, la víctima dejó de ser la damnificada por un delito para pasar a serlo la ley, siendo el Estado, como autor y garante de la vigencia de esa norma, el facultado para impartir justicia.
La víctima es entonces simbolizada en la comunidad, y no son sus derechos inmediatos, sino los bienes jurídicos inmateriales de la sociedad los que el derecho penal protege, ya no mediante la acción privada de la víctima, sino por la acción pública del Estado.
De tal forma, la víctima no participa como parte del proceso y, en aquellos casos en los que es habilitada como querellante -una vez cumplidos una serie de requisitos y siempre que el Ministerio Público Fiscal impulse la acción penal-, no tiene mayor injerencia en la dirección del proceso. Su rol se limita a acompañar la actividad del fiscal en su carácter de representante del interés público de esa comunidad. Y ello, además, en aquellos casos en los que la víctima pueda afrontar los costos de un abogado querellante, lo que en una primera conclusión nos permite subrayar una evidente asimetría entre víctimas con más derechos y mejores resultados que otras según las posibilidades económicas que tengan, tal como fue magníficamente expuesto por Romina Manguel en su artículo "Una excepción que debería ser la regla", publicado en estas mismas páginas el pasado 3 de octubre.
Una segunda diferencia que nos dicta la realidad es el acceso a los medios, que se transforman en métodos de presión para los tribunales al dar a las víctimas un lugar que la Justicia no les otorga.
Pero si no se dan estos factores, al no tener incidencia alguna en nuestro derecho los deseos de la víctima -ya sea para castigar, perdonar o acordar una reparación- no hay posibilidad de superar ese conflicto entre víctima y victimario cuando en tal cometido falta una de sus dos partes.
Es que, desde hace mucho tiempo, toda norma o desarrollo doctrinario viene teniendo en el delincuente su único objeto de preocupación, lo que, sumado a la saturación del sistema penal en una sociedad con conflictividad social creciente, lleva a inclinar la balanza en favor del imputado.
Desde ya que no se pretende promover la exclusión de derechos de los acusados, que deben sostenerse con toda firmeza, pero eso no es óbice para afirmar que hoy, en nuestro país, la falta de legitimación activa o de impulso de la acción, los defectos formales, los vicios de procedimiento, las incompetencias y recusaciones, las nulidades, los recursos ilimitados, las prescripciones de la acción o de la pena, el principio de inocencia y de legalidad y, en fin, toda regla del derecho procesal moderno han desequilibrado la relación de fuerzas entre víctima y victimario.
Cuando se aprecia que el imputado es el sujeto excluyente de derechos y garantías, dentro de un proceso en el que la víctima no es informada ni escuchada, es incomprendida o vejada por el sistema y, en el mejor de los casos, sólo utilizada como objeto de prueba o fuente de información, se llega a comprender que, como señala Christie, "el damnificado es un perdedor por partida doble": primero por el delito y segundo por un sistema de justicia que lo expone a una revictimización permanente.
Dado que la garantía constitucional del debido proceso es común a víctima y victimario, es necesario revalorizar la participación de la víctima y -repito- es posible hacerlo sin flexibilizar un ápice los derechos equivalentes del imputado, para lo cual hemos presentado un proyecto de ley que pretende reformar el Código Procesal Penal y la ley de ejecución penal en ese sentido.
La víctima debe poder actuar en cualquier etapa del proceso sin necesidad de patrocinio letrado y hasta tanto se garantice un servicio de asistencia gratuito similar al que acceden los imputados. Debe poder tomar vista de las actuaciones, aportar información o sugerir medidas de prueba sin que se le exija para ello rigor formal alguno. Debe poder expresar su opinión antes de cualquier resolución que pueda poner fin al proceso o disponer la libertad del imputado. Debe ser escuchada en el juicio oral. Debe poder controlar la ejecución de la pena y el cumplimiento de las reglas de conducta que se le fijan al sentenciado y, como ya fue dicho, debe evitarse cualquier tipo de proceder que suponga su revictimización.
Decía Superti que "imaginar un nuevo sistema penal y de enjuiciamientos penales, olvidándose de la víctima, es marginar una vez más a aquel con quien la sociedad está en deuda, pues así como se sostiene que el delito nos afecta a todos, colaborar con quien sufrió particularmente sus consecuencias es también responsabilidad de todos".
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