Las vicisitudes que sufrió la memoria de Colón
No hace muchos años en la Argentina se vivió una polémica en torno a la memoria de Cristóbal Colón que derivó en el traslado de su monumento –un regalo de la colectividad genovesa del país– desde la posición central que ocupaba frente a la Casa Rosada hacia otro emplazamiento en la Costanera Norte. No constituyó un hecho aislado, sino que fue parte de un movimiento de protesta que aconteció en varios países de la América Hispana (y no de América Latina, porque a ella pertenece también Brasil, que rememora la figura del navegante portugués Pedro Cabral, que fue el primero en avistar sus costas en el 1500).
Sin entrar en la polémica –que más adelante se tratará de explicitar–, no se puede soslayar que el descubrimiento de América fue un hito para la historia de Occidente, como lo fue la invención de la imprenta por Johannes Gutenberg pocos años antes. El descubrimiento de Colón –o el encuentro de dos mundos como muchos prefieren llamarlo, aunque no haya sido un hecho espontáneo– provocó en aquel entonces consecuencias transformadoras en la economía y en el comercio y desató una carrera entre las potencias de Europa para ocupar una parte de esos territorios. Produjo intercambios en asuntos tan diversos como la alimentación o las enfermedades.
Si bien hay vagas constancias de arribos al continente americano de vikingos por el norte del Atlántico y pueblos de Asia por el lado de Alaska, fueron contactos que no tuvieron continuidad ni impacto en las vidas de sus respectivas comunidades, a diferencia del fundamental cambio para el mundo que implicó el viaje de Colón. España, en consecuencia, tuvo la primacía y ocupó el territorio más extenso y con mayor potencial minero (sobre todo en oro y plata) mientras que otras potencias europeas que siguieron sus pasos se fueron aposentando en el resto del continente.
Convengamos que la España de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón –los Reyes Católicos– vivía un tiempo de florecimiento a finales del siglo XV. Acababa de finalizar la expulsión de los árabes de la Península Ibérica y se encontraba en plena ebullición económica, lo que motivó que gente instruida y llena de iniciativas de la Italia renacentista –sobre todo de Florencia y Génova– concurriera a España a ofrecer sus servicios y sus proyectos (y también artistas que alcanzaron su cumbre en España, como es el caso de El Greco). En ese contexto se inscribe la estancia de Cristóbal Colón en España y su propuesta a los Reyes Católicos para que apoyen su aventura.
Aunque no sean los únicos aspectos del carácter de Colón a resaltar, y siendo muy probable que no haya sido mucho más talentoso que tantos miles de científicos o personajes de gran valía en la historia de la humanidad que permanecen poco conocidos, sin embargo, él tuvo las virtudes que combinadas y en el momento correcto hicieron posible el descubrimiento de América. Colón debió de haber sido una persona con una extraordinaria capacidad de convencimiento –un vendedor excepcional– porque logró convencer a los reyes en cuatro oportunidades (los 4 viajes que realizó a América). Incluso en una ocasión, luego de retornar encadenado a España por la tirria que suscitaba su persona en el nuevo continente. También debió de haber sido alguien de una gran determinación para animarse a lo que para cualquier mortal de su época era un salto al vacío. Todo ello más allá de que fuera un eximio marino y alguien con conocimientos científicos que le hacían suponer que surcando el mar hacia la nada llegaría a tierra firme.
Esa era una parte de la personalidad de Colón. Por otro lado, carecía totalmente de una virtud fundamental para consolidar sus logros: no sabía administrar grupos humanos. Recurría constantemente a una severidad y brutalidad extremas que se volvían insoportables para quienes lo circundaban. Por eso debía enfrentar amotinamientos e insurrecciones, que muchas veces pudieron controlarse gracias a que contaba con colaboradores con sentido común, como los hermanos Pinzón. También por eso los sucesivos viajes de Colón concluían en un rotundo fracaso (a excepción, claro, del primero). Ambicioso, insistía en volver a América a fin de afianzar el rédito de su proeza, de la cual tenía cabal conciencia. Pero al final, todo el mundo terminaba hablando mal de él, y esas voces llegaban a la corte.
De Colón solo se oían quejas, y estas acabarían sepultando sus realizaciones. El cuarto y último viaje culminó en un desastre, habiendo perdido al cabo de dos años las cuatro carabelas con las que zarpó de España. Eso agotó la paciencia de la corona, que a partir de ese hecho le “bajó el pulgar”. Con el peso de las consignas reales en su contra, todo el mundo fue partícipe de lo que suele suceder en esas circunstancias: hacer leña del árbol caído. Desprestigiado y enfermo, fallece a los pocos años, quedando su memoria ensombrecida por las deficiencias de su temperamento. Así las cosas, sus méritos fueron temporalmente relativizados en las crónicas oficiales. Y así permaneció, en el semiolvido por casi 300 años. El continente que fue incorporado a la civilización de Occidente fruto de su intrepidez pasó a llamarse América, en honor a un ignoto cartógrafo florentino y marino de segundas marras –Américo Vespucio– que tuvo, es verdad, el acierto de vislumbrar que no se estaba ante las Indias sino de un continente nuevo.
Al conmemorarse el tercer centenario del descubrimiento, en 1792, y acalladas por el tiempo transcurrido las razones de los disgustos con Colón, su gesta adquirió la dimensión que merecía, la de una auténtica epopeya. Lo mismo se reafirmaría 100 años más tarde, en 1892. A comienzos del siglo XIX sobrevino el período de independencia de las naciones del continente, quedándole a Colón el premio consuelo de designar en su honor a Colombia –por su nombre en genovés, Cristóforo Columbus–, una de las antiguas colonias del imperio español devenida república. Algo similar sucedería con sendas regiones de Estados Unidos y Canadá.
Vayamos ahora a los desplantes recientes hacia su figura, que en el fondo son la nada misma en relación con los trescientos años de semiostracismo que padeció, lo que muestra lo relativos que son los hechos frente a la historia. Las objeciones apuntan simbólicamente a Colón, pero incluyen también a la conquista, colonización y explotación que se llevó a cabo en los siglos XVI, XVII y XVIII, cuando se actuó hacia los pueblos originarios muchas veces con crueldad –algo usual en ese tiempo– a fin de subyugarlos y someterlos a tareas en algunos casos inhumanas (no más inhumanas que la minería en esa época en cualquier continente).
Ya que todo acto de injusticia, si lo hubiera, debe ser repudiado, no correspondería cuestionar a quienes aun con los ojos y los valores éticos de hoy objetan ese proceso, pero cabría preguntarse si tienen el mismo nivel de encono con los regímenes autoritarios de este continente que avasallan en la actualidad los derechos humanos y asesinan a los disidentes. No se puede tampoco menospreciar que en paralelo y en una dimensión mucho más amplia hubo un enorme esfuerzo civilizador por parte de España. Paradójicamente, el Río de la Plata –o lo que es hoy la República Argentina– de algún modo permaneció al margen de lo que pudo haber de traumático en aquel proceso, ya que sin oro ni plata y escasa población nativa, fue un mero lugar de tránsito y muy marginal para el comercio. Sin embargo, sí se benefició de esa misión civilizatoria. Por lo tanto, no existe en la Argentina ningún resentimiento hacia España, como podrían quizás llegar a tenerlo otros pueblos de América. Aquí esa actitud sonaría para la mayoría como una excentricidad. Por el contrario, la impresión más fuerte que se tiene de España es la de aquella gran corriente inmigratoria de gente abnegada y trabajadora que enriqueció sobremanera en recursos humanos a un gran país semidesierto.
Empresario y licenciado en Ciencia Política. Cofundador y excopresidente del Foro Iberoamérica