Las verdaderas disrupciones tecnológicas son aún inalcanzables
Solo puede ser considerada tecnología disruptiva una innovación que crea un nuevo mercado y altera la cadena de valor de una industria; desplaza tecnologías, productos líderes y sustituye modelos de negocio
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Una de las pocas cosas que no se modifican con la inflación es el tiempo. Un segundo de 2024 tiene la misma duración que un segundo en la época del Imperio romano o en 1810. La mayoría de la gente, sin embargo, tiene la impresión de que “el tiempo se acelera”, como si el curso de la vida pudiera dotarse de velocidad e incluso someterse a una aceleración.
Desde 1939 –cuando aún no existían la radio, la televisión, internet ni las redes sociales–, Paul Valéry constataba con desazón la “intoxicación de la prisa” que sufrían sus contemporáneos.
Esa “sensación térmica”, que no siempre refleja la realidad, es el efecto de la despiadada presión psicológica que sufre la mayor parte de la humanidad, sometida a los trastornos provocados por las dificultades en comprender las nuevas tecnologías, que irrumpieron en nuestra vida como monstruos ingobernables. La dificultad cognitiva para comprender el entorno crea la impresión de propulsarnos, cada vez más rápido, hacia un abismo poblado de incertidumbres y amenazas desconocidas hasta ahora. “La peor maldición que convocó la técnica sobre nosotros fue impedirnos escapar del presente, aunque solo sea por un segundo”, escribió Stefan Zweig en la misma época, a fines de 1941, poco antes de suicidarse.
Resulta tentador imaginar qué podrían pensar ahora Valéry y Zweig y, sobre todo, cómo reaccionarían al conocer las colosales disrupciones que se preparan para los próximos 50 años.
Una tecnología disruptiva no es un simple update (actualización) ni la evolución de una técnica en uso desde hace años, como fue la invención del plástico que reemplazó otros materiales como la madera, el vidrio y los metales, y revolucionó la forma en que la humanidad empaquetaba y creaba productos de uso cotidiano. Cuando acuñó ese nuevo término en un libro publicado en 1997, The Innovator’s Dilemma (El dilema del innovador), Clayton M. Christensen, profesor de la Harvard Business School (HBS), expuso algunas reservas: solo puede ser considerada como tecnología disruptiva una innovación que crea un nuevo mercado y altera la cadena de valor de una industria, y eventualmente desplaza tecnologías establecidas, productos líderes en el mercado y hasta sustituye modelos de negocio enteros. La irrupción de esos materiales o técnicas desconocidas está destinada a cambiar la forma en que se comporta, piensa o interactúa la sociedad e incluso modifica la manera en que operan las empresas o industrias. Otros dos fenómenos que acompañan su irrupción es que se convierte en el nuevo estándar en su campo, alcanza una amplia adhesión –más allá de los nichos de mercado– y cambia patrones de comportamiento de la sociedad. Una tecnología solo accede a ser considerada disruptiva en retrospectiva, cuando confirma completamente su impacto en el mercado y la sociedad.
El cine creó una disrupción cuando fue inventado, en 1895. En cambio, la evolución del blanco y negro al color, la difusión por televisión, las películas en serie o la difusión por internet a través de las plataformas de streaming fueron solo adaptaciones del negocio del entretenimiento –por cierto importantes– a los adelantos que ofrecían los avances en electrónica.
La aparición de esa nueva tecnología de la información que fue internet –en particular las comunicaciones internacionales y la computación– protagonizó importantes irrupciones cuando arrasó con los viejos modelos de negocio que regían el comercio de libros, música, cine, espectáculos... Pero solo se trató de modernizaciones –cruciales– en materia de comunicaciones porque el teléfono, más rudimentario, ya existía desde la época de Graham Bell; las transmisiones de texto habían comenzado con el lenguaje morse por telégrafo en 1844, por teletipo a partir de 1925 y finalmente por télex en 1934. La verdadera disrupción en el sector de las comunicaciones se produjo en los años 1980 gracias a la fusión de la computadora con internet. Ese fue el salto cualitativo que abrió las puertas al correo electrónico. El empleo de los satélites o los cables submarinos fue luego una lógica consecuencia en racimo de esa revolución tecnológica.
Siempre al acecho de negocios planetarios, McKinsey Global Institute –filial especializada de la consultora internacional– calcula que las transformaciones inducidas por las grandes innovaciones impactan la mitad del PBI mundial.
Por eso, los gigantes de la industria, las big pharma o los científicos devoran en permanencia toneladas de informes para tratar de adivinar cuál será la tecnología que cambiará el mundo en los próximos años, como ocurrió –guardando las proporciones– con la aparición de la imprenta, a mediados del siglo XV. Los historiadores de la economía y de las técnicas describen la invención de Johannes Gutenberg como una de las mayores innovaciones de la humanidad, como luego fueron el molino, el reloj, la máquina de vapor, el motor a explosión o el transistor. Como tal lo describe la lista restringida de las “técnicas de uso general” (general purpose technology) de innovaciones que conmocionaron los sistemas técnicos, sociales y económicos más allá de su dominio de aplicación. La imprenta, como tantas otras tecnologías disruptivas, para poder desarrollarse necesitaba un mercado ávido de innovaciones y un contexto dinámico capaz de responder a exigencias particulares de la nueva industria: la tinta, la producción local de papel –tributaria de las hilanderías–, la cercanía de minas, una mano de obra especializada y orfebres de múltiples disciplinas. Esos talleres dieron origen a una incipiente clase obrera y al surgimiento de burgos industriales con sus respectivos comercios, viviendas y vida social.
En las listas de previsiones que componen los futurólogos solo figuran updates de técnicas en uso desde hace años, pero todas las evoluciones son previsibles y no tendrán un impacto crucial en la sociedad.
Una verdadera disrupción sería la teleportación. El desplazamiento de objetos o partículas de un lugar a otro sin atravesar el espacio físico entre los puntos de partida y llegada es un tema que fue ampliamente abordado en ciencia ficción desde 1878. Solo existen dos experiencias conocidas, una realizada en 2016 por dos equipos de investigadores que lograron teletransportar el estado cuántico de un fotón a distancias de 6 y 12 km, respectivamente, mediante el llamado entrelazamiento cuántico. El profesor holandés Ronald Hansen, de la Universidad de Delft, realizó otra teleportación exitosa este año.
Como esas operaciones demandan transferir una cantidad colosal de información, desplazar un objeto será realmente posible solo cuando se generalice la informática cuántica, en teoría, no antes de 2100. Otros científicos piensan, en cambio, que solo será factible dentro de varios siglos. Pero trasladar un ser humano plantea, además, dificultades éticas más delicadas porque habría que escanear cada átomo del cuerpo –una operación asimilada in fine a una “destrucción” o a un asesinato– para reconstituirlo luego en lo que algunos expertos describen como un “renacimiento”. Star Trek, la serie que hizo célebre la teletransportación, sitúa ese acontecimiento entre los siglos XXII y XXIV. Pero no se trata de una previsión científica.
Ese debate tomó un giro inesperado cuando el físico teórico norteamericano Michio Kaku planteó el interrogante esencial: “¿Y qué pasa con el alma en una teletransportación?”. Para responder a esa pregunta tenemos por delante entre 200 y 300 años.
Especialista en inteligencia económica y periodista