Las “razones” de Putin
De pronto, como sea, a raíz del conflicto estallado entre Ucrania y Rusia, los matices desaparecen por arte de magia. La tendencia a simplificar la realidad hasta extremos grotescos se adueña de la escena. La gama de los grises es expulsada de la paleta de colores para dar lugar solo al blanco y al negro, rutilantes y excluyentes a la vez. Mientras Hitler parece revivir de sus cenizas para encarnarse en Vladimir Putin, nos informan que las hordas rusas han dejado las estepas con el propósito guerrero de reconquistar las naciones perdidas por efecto de la disolución de la Unión Soviética. Se traen a comento la conferencia de Múnich y los lugares comunes respecto del tema hacen las delicias de unas masas hipnotizadas: el tonto de Neville Chamberlain vuelve para fogonear la cobardía del Foreign Office y el Quai d’Orsay ante el beneplácito del cabo austríaco. Pero a poco de mirar las cosas dejando de lado nuestras preferencias ideológicas –prerrequisito de cualquier análisis serio– el panorama montado con arreglo al criterio de una lucha en donde las categorías del bien y del mal absolutos son fijadas a priori, sin derecho a ser discutidas, pierde entidad.
Conviene ir por partes y desandar la historia –siquiera sea a vuelo de pájaro– para aclarar los tantos y determinar el sentido o sinsentido de ciertas comparaciones. Cuando se hace mención del caso de Checoslovaquia, el énfasis puesto en la figura del primer ministro británico –de ordinario tan maltratado– pasa por alto la única similitud real entre lo acontecido en 1938 y el drama que aqueja hoy a una parte de Europa: la ninguna voluntad de lucha de las principales naciones occidentales. Chamberlain y su par galo, Edouard Daladier, dieron testimonio de las preferencias neutralistas de sus respectivos países y compartieron el temor a la Luftwaffe, junto con los estados mayores de Inglaterra y de Francia. No fueron derrotistas ni traidores. Nadie quería morir por los Sudetes, de la misma manera que nadie desea en estos días dar la vida por Kiev. Si las administraciones de Joe Biden, Boris Johnson y Emmanuel Macron decidiesen intervenir militarmente, el escalamiento de la contienda podría dispararse al infinito y convertirse en mundial. Por suerte los locos no abundan en la historia.
En realidad, a la hora de hallar afinidades entre el presente y el pasado, no es por el lado de la conferencia de Múnich donde es dable encontrarlas. Si hay una crisis cuyo estudio puede ayudarnos a entender mejor las razones en virtud de las cuales el líder con sede en Moscú ordenó la invasión a Ucrania, es la de los misiles cubanos. En octubre de 1962 el inefable Nikita Kruschev, entonces secretario general del Partido Comunista soviético, decidió montar en Cuba una serie de armas estratégicas de alcance medio e intermedio que podían barrer todo el territorio americano. Nada impedía que la URSS tomara esa medida con la aquiescencia de su aliado caribeño. Eran países soberanos y tenían pleno derecho de hacerlo. Claro que estaban violando las reglas no escritas de la Guerra Fría y, por tanto, jugando con fuego. La reacción de John Kennedy no se hizo esperar y tuvo base menos en el derecho internacional público –que sirve de poco y nada en ocasiones de carácter extraordinario– que en un concepto clave en la historia de las grandes potencias: la seguridad nacional. Ningún presidente de los Estados Unidos podía aceptar cruzado de brazos tamaño desafío. En razón de ello ordenó la cuarentena a la isla que, si no hubiese sido acatada por Rusia, habría significado la invasión a Cuba y el estallido de una guerra de alcances insospechados. Putin ha hecho otro tanto, temeroso de que algún día Ucrania deviniese una suerte de espina de la OTAN clavada en el vientre ruso.
La toma por asalto de la península de Crimea, en marzo de 2014, trasparentó en forma por demás clara la línea directriz de su pensamiento estratégico. La razón que expuso fue que ese territorio había pertenecido a Rusia por espacio de tres siglos y que, solo merced a un regalo de Kruschev, pasó a manos ucranianas en 1954. En eso no mentía. También adujo el peligro que corrían los ciudadanos rusos, lo cual no era verdad. En rigor, el verdadero motivo se vinculó con el derrocamiento del presidente democráticamente elegido de Ucrania y de indisimuladas simpatías con Moscú, Victor Yanukovych, reacio a firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea. A raíz del cambio de gobierno, saludado por Washington y la UE en general, Putin consideró que había comenzado un camino de no retorno que conduciría a Kiev a formar parte de aquella unión y luego de la OTAN. Suponer que habría de desentenderse de la importancia superlativa que para su país ha tenido siempre –con los zares y el comunismo, indistintamente– la llegada a los mares calientes y el puerto de Sebastopol, suponía ignorar no tanto la personalidad de Putin como la geopolítica de esa nación-continente.
Con ese antecedente no era difícil predecir el paso que acaba de dar y que tiene en vilo al mundo. En la medida en que la posibilidad de un ingreso de Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte se transformase en probabilidad, Rusia iba a tomar medidas drásticas, como hace seis décadas lo hizo el gobierno de Washington en el mar Caribe, de cara a Cuba y la Unión Soviética. En 2008, en la reunión cumbre de la OTAN en Bucarest, tanto Ucrania como Georgia fueron invitadas a unírsele, y no fue casualidad que Moscú montase una operación militar ese mismo año en defensa de las regiones de Osetia del Sur y Abjasia, sus dos aliadas que fueron reconocidos como Estados soberanos por parte del Kremlin, a expensas de Georgia.
Es cierto que desde el encuentro en la capital de Rumania no ha existido un pedido expreso del gobierno de Kiev para ingresar a la OTAN. Sin embargo, su Parlamento en el año 2017 expresó que era objetivo del país la pertenencia a la mencionada organización, y en 2020 se convirtió en un “socio de oportunidades mejoradas” de la OTAN, lo que le abrió el camino para compartir información reservada y realizar ejercicios conjuntos. Por supuesto que es facultad inalienable de un país soberano elegir sus aliados, adoptar una determinada política que rime con sus intereses y decidir su destino. Solo que el pilar fundamental del derecho internacional público, tal cual fue definido por Vattel –así como un enano es tan ser humano como un gigante, un país insignificante es tan soberano como una gran potencia– se compadece mal con la realpolitik.
Putin es un autócrata feroz, no un lunático. El avance sobre Ucrania arrastra un propósito estratégico: lograr que el gobierno de Kiev declare su neutralidad y poner así un valladar infranqueable a la expansión de la OTAN hacia el este. No abriga la intención de transformarla en un Estado vasallo o algo por el estilo. Sí de finlandizarla, en el supuesto de que sea capaz de salir del empantanamiento en el que se halla metido. Sobran razones para pensar que cometió un error de cálculo. Nunca imaginó el heroísmo admirable del pueblo al que pretende dictarle una política exterior. Ucrania ha ganado la batalla moral a fuerza de coraje. El costado geopolítico de la guerra –que es el decisivo– corre por cuerda separada.