Las que tuvieron su parte de infierno
Entre las muchas cosas que me cuestan pensar está Malvinas. Digo pensar y no sentir, porque nada más fácil que estremecerse de espanto ante el horror desquiciado de cualquier guerra. Pero entender, comprender en serio, ponerse cabalmente en los zapatos de todos aquellos a quienes lo desatado a comienzos de abril de 1982 les cambiaría la vida... eso es otra cosa.
Lo mismo me ocurre con las imágenes del Conflicto del Atlántico Sur, la mayoría cristalizadas en tres o cuatro situaciones similares y una misma certeza jamás siquiera enunciada: la guerra, asunto de hombres. Y resulta que el viernes pasado, aniversario del inicio del conflicto, una amiga me pregunta si vi el documental que habla sobre las veteranas de Malvinas. ¿Veteranas? ¿Malvinas? Efectivamente: descubrí que hay catorce mujeres que reclaman ser consideradas en estos términos. Que no empuñaron armas sino gasas, desinfectantes, instrumental médico. Eran enfermeras y se ocupaban de atender los cuerpos destrozados de quienes habían sido heridos en las islas. Y aunque la guerra no las atravesó, a ellas, de esquirlas ni metralla, sí les horadó el corazón con aullidos que no se olvidan, lamentos desgarrados, el terror de noches inacabables y un frío más frío que el que viene del Sur cuando descubrieron que todo lo que habían vivido al resto de la gente apenas le importaba nada.
El documental se llama Nosotras también estuvimos, lo realizó Federico Strifezzo y puede verse en la plataforma Cine.ar Play. Allí toman la palabra Alicia Reynoso, Stella Maris Morales y Ana Masitto, que a principios de la década del ochenta rondaban los veinte años –apenas un poco mayores que los conscriptos convertidos en repentinos guerreros– y recuperan una parte de su vida que por años habían mantenido acallada.
Enfermeras de la Fuerza Aérea, las tres trabajaron en el Hospital Reubicable de Comodoro Rivadavia, montado junto a la pista de aterrizaje del aeropuerto. Frente a las cámaras y a 39 años de haber estado allí, recorren el terreno donde alguna vez estuvo ese hospital en el que forjaron una amistad que aún las une. Con ropa de fajina pisan el suelo hosco de ese rincón de la Patagonia, indagan en el paisaje en busca de algo que se acomode a sus recuerdos. Una de ellas se indigna ante tanto vacío; de repente otra lanza una exclamación: del hospital desde luego, no queda nada, pero sí permanecen los vestigios de lo que fue un refugio antiaéreo. Olvidada entre las matas de pasto rudamente agreste, está la estructura en la que debieron guarecerse en algún simulacro o durante alguna alarma ante posibles –y temidos– ataques británicos al continente. Llevan fotos tomadas por aquellos años. Las reproducen ahora: las mismas poses, el mismo lugar, casi cuatro décadas de tiempo entre una y otra.
Hablan entre ellas, convocan al pasado. Cada una confiesa los distintos modos en que intentó obturar en la memoria la huella de unos meses en realidad imborrables. Preferían no recordar, dicen, porque las quemaduras, las fracturas expuestas o los pies congelados con los que solían lidiar eran nada frente a los gritos. Aullidos, explican, “que no escuchás en otro lugar”. Lamentos que arrasaron con muchas de sus noches; voces de hombres, de soldados que también eran chicos y que, en el fondo mismo del dolor, clamaban: “Mamá. Llamen a mi mamá”.
Frente a eso, todo tambalea. Aunque Alicia, Stella y Ana, guerreras al fin, se apresuren a enjugar lágrimas, recompongan rápido el rostro y se rían al recordar alguna que otra anécdota, o al mirar las cartucheras para revólver que estaban obligadas a llevar aunque no portasen armas y las usaran para guardar la manteca de cacao. O algún labial.
Quieren que se sepa que ellas también estuvieron allí. Que es como aceptar que a ellas también les tocó su parte de infierno.