Las prioridades de la política, disociadas del ciudadano común
Inflación, incertidumbre respecto del futuro de la economía, inseguridad y bajos salarios constituyen las principales preocupaciones de los argentinos. Predomina un clima de escepticismo, desesperanza, angustia y frustración frente a la ausencia de perspectivas respecto de una salida realista de la actual crisis. Dos tercios de los habitantes de este país se ven peor que hace un año y un porcentaje similar considera que su situación se agudizará en los próximos doce meses. Ni el gobierno ni, curiosamente, las principales fuerzas de oposición estarían dando cuenta de estas demandas insatisfechas de la ciudadanía. La política se mira al ombligo, avanza con reformas que solamente les importan a algunos de sus integrantes y se aleja, peligrosamente, de una sociedad que ya le está pasando factura: según un sondeo reciente de D’Alessio IROL-Berensztein, apenas el 36% de los argentinos está conforme con esta experiencia democrática que el año próximo cumplirá cuatro décadas.
Los escasos debates parlamentarios fueron dominados por cuestiones como la ampliación del número de integrantes de la Corte Suprema de Justicia o la eliminación del régimen de primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO). La brecha cambiaria es superada largamente por la distancia entre esta realidad que abruma con dificultades cotidianas, un Estado ausente y la consecuente anomia generalizada y un sistema político que irresponsablemente no mira más allá de sus narices y cuyos integrantes a lo sumo tratan de obtener del creciente caos alguna ventaja individual, sectorial o electoral.
Podría argumentarse que dichos proyectos de ley son parte de un esfuerzo continuo y consistente por mejorar la calidad de las instituciones, hacerlas más participativas y transparentes y aprovechar la energía social para renovar el liderazgo y las prácticas políticas. Es decir, para fortalecer la democracia, vigorizar su legitimidad y cimentar la cultura cívica. Pero ocurre exactamente lo contrario: se trata de contrarreformas políticas que buscan favorecer los liderazgos territoriales y el poder establecido de quienes ya controlan los aparatos partidarios. O, muchísimo peor, licuar la influencia de los actuales integrantes del superior tribunal de justicia por no allanarse a los caprichos y las necesidades legales de Cristina Fernández de Kirchner.
Esta tendencia a la manipulación de las principales reglas del juego político no es novedosa ni se limita a la política nacional o a alguna de sus fuerzas: constituye un clásico argentino y, como ocurre en esta asfixiante coyuntura, suele ser liderada por los caudillos provinciales. Resulta bochornoso recurrir a la desacreditada y engañosa ley de lemas, en especial porque debilita a los partidos políticos ya que incentiva su fragmentación y alienta conductas oportunistas. Además, favorece a los incumbentes (aquellos que poseen el poder), obstaculizando la necesaria renovación vía la competencia electoral. Finalmente, tienen un sesgo mayoritario: los partidos más pequeños son los que más dificultades encuentran.
Un memorioso que participó de la Mesa de Reforma Política del Diálogo Argentino de 2002 recordaba por estos días una sesión sobre sistemas electorales y mecanismos de votación en la que tuvo lugar un fuerte intercambio de opiniones entre un joven académico y una senadora nacional, precisamente sobre la ley de lemas. Recordemos la alarmante situación de implosión que por entonces experimentaban casi todas las principales fuerzas políticas y que derivó en que en las elecciones del año siguiente se presentarán múltiples fórmulas con candidatos que hasta hacía pocos meses integraban los partidos más importantes (Menem, Kirchner y Rodríguez Saá, por parte del peronismo, y López Murphy, Carrió y Moreau, por parte del radicalismo). Aquel académico argumentó con solvencia en contra, citando a los autores más acreditados en la especialidad. La senadora sostuvo con vehemencia su apoyo, pero su floja explicación no terminaba de convencer a los representantes de la sociedad civil. Para reforzar su posición, concluyó: “Nosotros, en Santa Cruz, siempre ganamos con la ley de lemas”. Ese era su principal evidencia. Menos de un año más tarde, su marido juraba como presidente de la Nación.
Como sostuvieron algunos legisladores (como Luciano Laspina) y varios expertos en la cuestión, la excusa de reducir el “gasto político” para justificar la suspensión del régimen de las PASO es falaz. Es cierto que el costo de las elecciones es considerable, pero se podrían ahorrar bastantes más recursos sin dañar la calidad de la democracia e incluso mejorándola, por ejemplo, adoptando la boleta única en papel. O limitando el tamaño de las delegaciones oficiales que viajan al exterior, así como el turismo político de dirigentes y funcionarios de tercer y cuarto orden, que además gastan los escasos dólares que acumula el Banco Central. (A propósito… ¿con qué cotización del dólar se liquidan las tarjetas de crédito oficiales cuando se utilizan en el exterior?)
Esta controversia respecto de las primarias nos recuerda una de las principales características de los diseños institucionales: pueden ser concebidos para satisfacer los intereses y en función de las aspiraciones de algunos actores en particular, que tienen la influencia y la capacidad de orientar la concepción de un determinado mecanismo de acuerdo con sus preferencias. Sin embargo, usualmente terminan limitando su margen de acción, afectando los comportamientos del conjunto del sistema político y hasta beneficiando “sin querer” a los adversarios. Esto ocurrió a fines de 2009, luego de la sorpresiva derrota de Néstor Kirchner (acompañado por Daniel Scioli) frente a Francisco de Narváez (secundado por Felipe Solá y con el apoyo del por el entonces jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri) en las elecciones para diputados por la provincia de Buenos Aires.
En dichos comicios, que pasaron a la historia por los denominados “candidatos testimoniales” (muchos de los integrantes de la lista del Frente para la Victoria admitían no tener intención de desempeñar los cargos para los que se presentaban, sino que preferían continuar con sus responsabilidades ejecutivas a nivel nacional, provincial o municipal), Kirchner advirtió que muchos intendentes y algunos gobernadores lo habían “traicionado” al colocar “candidatos propios” en otras listas. Ya venía acumulando altos umbrales de desconfianza luego del conflicto con el campo del año anterior, cuando varios senadores oficialistas habían votado en contra de la resolución 125 (o se habían ausentado de la famosa sesión que terminó con el voto “no positivo” de Julio Cobos). Por eso, le encargó a un grupo de asesores (entre ellos, el exfrepasista Juan Manuel Abal Medina y el exalfonsinista Alejandro Tullio) que definieran un mecanismo para disciplinar a la tropa y evitar que algo parecido volviera a ocurrir.
Quien sin duda capitalizó a su favor las PASO fue CFK, en especial para imponer candidatos afines en muchas provincias y municipios bajo la amenaza de apoyar listas propias por fuera del peronismo, con el consecuente debilitamiento de los caudillos locales. Esto explica que sean ahora los gobernadores (e intendentes bonaerenses) quienes más buscan derribar este sistema. Perciben debilidad en Cristina y quieren aprovechar el momento. De paso, en una carambola a dos bandas, complican la situación interna de Juntos por el Cambio.