Las pieles discursivas de Alberto
“¿Qué une a las personas? ¿Los ejércitos? ¿El oro? ¿Las banderas?”, pregunta retóricamente Tyrion Lannister en el último capítulo de la taquillera Juego de tronos. Y, ante el silencio y la ignorancia de los presentes, negando con la cabeza, responde: “Las historias. No hay nada más bueno que una poderosa historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo la derrota”.
Los relatos forjan afectos, identidades, mapas: realidades. Y en la era de la microsegmentación y del prosumidor continúan siendo trascendentales. Si bien estamos en una época donde los contenidos -tanto desde la política como desde el sector corporativo- son quirúrgicos e individualizados, seguimos siendo seres gregarios. Nos gusta formar parte de un grupo de amigos, un equipo de fútbol o una nación. La grey nos convoca. Y el mejor adhesivo para aglutinar voluntades son las narrativas.
En la Antigua Grecia denominaban anekdiegesis a la incapacidad de vertebrar un relato. Es cuando el poder no logra determinar los bordes de la realidad. O sea, no constituye el arco temporal típico: moldear una memoria en común, presentar una hipótesis del presente y abrir el futuro. Esta carencia de orden narrativo se puede generar por tres razones: inflación discursiva, falta de creatividad o giros constantes. Alberto Fernández recae sobre todo en la última: cambio abrupto e incesante de libreto. Falencia que le ha impedido construir un significado cardinal para su administración.
En los primeros tres meses, durante su desembarco a la Casa Rosada, desplegó una trama socialdemócrata. Una especie de “alfonsinismo remasterizado”. Economía mixta, respeto a las instituciones, pluralismo y división de poderes fueron los vectores con los que intentó fidelizar a ese votante moderado, ajeno a la cosmovisión kirchnerista, que lo había respaldado en las urnas y anhelaba un nueva experiencia política.
Con el Covid-19 nació un tono estadista. El “padre protector”, en términos del lingüista norteamericano George Lakoff; alguien que nos cuidaba, explicaba y aconsejaba. Ese guion lo acompañó con una escenografía consensual, donde trabajaba codo a codo con la oposición, la comunidad científica y los medios. Fue cuando su imagen pública trepó a niveles estratosféricos: lo aprobaba más del 80% de la ciudadanía. Parecía que, por fin, se cumplía el adagio del escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán: “Estamos condenados a entendernos”.
Pero el bronce duró poco. El intento de expropiación de Vicentin rompió el matrimonio demoscópico entre el presidente y la opinión pública. A medida que Alberto modificó su verbo y activó la lengua filosa del “camporismo”, la sociedad le fue quitando su respaldo. El avance sobre la justicia, el apoyo –implícito y explícito– a la dictadura de Nicolás Maduro, la liberación de los presos y el vacunatorio vip fueron algunas de las fracturas. El desacople entre las agendas presidencial y social fue completado por una lógica de trincheras, una pulsión divisoria y una verdad absoluta. ¿Déjà vu? Sí, solo que esta vez, como telón de fondo, había una pandemia.
Y por último apareció un Alberto inconsistente. Alguien parecido a Leonard Zelig, aquel personaje de Woody Allen que adaptaba su apariencia según el medio en el que se desenvolvía. Un día, sentado al lado del presidente español Pedro Sánchez, asevera que es europeísta y que los argentinos venimos de los barcos, y, a las pocas horas, felicita con un tweet latinoamericanista al docente rural Pedro Castillo, presidente electo de Perú. O alguien que alterna un guiño a “Juan Domingo Biden” con una jerga antiimperialista frente a todo lo que proviene del norte.
Frente a esta última versión, la sociedad respondió con lo que le quedaba de humor. Pero es peligroso cuando la máxima autoridad de un país se convierte en meme. Y no solo para el oficialismo, sino también para la reputación del Poder Ejecutivo. El Presidente parece haber sentido esto y comenzó a regular su exposición mediática, aceptó que la improvisación puede ser un recurso (pero no un estilo), dejó de favear y replicar en las redes sociales contenido agresivo (como una caricatura de él y Vladimir Putin vacunando a un gorila) y le imprimió un tono más institucional que ideológico a sus presentaciones. En este momento tan crítico como inédito, el proselitismo es un lujo que no se puede dar.
Mientras tanto, la Argentina no aprieta F5 y actualiza su relato matriz. Continúa perdiendo tensión narrativa. Se agotan los últimos intangibles que nos posicionaron en la región como un país moderno, mesocrático y progresista. Los sistemas públicos de educación y salud se deterioran. Se estigmatiza la cultura del esfuerzo. Y hablar de empleo genuino es ciencia ficción. Seguimos rebotando semánticamente de una orilla a otra de la grieta. El mundo no espera; el siglo XXI, mucho menos. La decadencia económica es solo parte de un problema mayor: nos falta una épica colectiva que nos devuelva el orgullo (no la soberbia) de ser de acá.
Profesor, investigador y Director del Posgrado en comunicación política e institucional de la UCA