Las piedras del futuro gobierno
Concentrado en lo inmediato, el kirchnerismo dejará el país con un legado de desequilibrios políticos, económicos y sociales que reclaman visiones de largo plazo y que, con la mira en 2015, deben empezar a debatirse ya
En la Argentina, todo gobierno debe cargar con rocas pesadas que hereda del gobierno anterior. El gobierno de Alfonsín tuvo que lidiar con los primeros pasos de construcción democrática y con el fantasma de los militares que condicionaban la etapa constitucional. Alfonsín supo gestionar esa carga: organizó el juicio a las juntas y legó una democracia que daba sus primeros pasos con suficiente solidez. Eso sí, le entregó a Menem la hiperinflación y un desquicio económico mayúsculo.
Menem enfrentó el problema con la convertibilidad y con una audaz reforma del Estado, cuyos excesos generaron desocupación y marginalidad, propias del neoliberalismo. Y las inconsistencias de la convertibilidad provocaron el colapso de 2001.
Después del interregno de desorientación de De la Rúa, Duhalde y Kirchner, debieron resolver la emergencia. Los primeros pasos de la etapa siguiente fueron razonablemente bien llevados: recuperación de la senda de crecimiento, sin desbordes inflacionarios y con equilibrio presupuestario y externo. Pero, tras un inicio auspicioso, el matrimonio Kirchner dejará la Argentina con una herencia de desequilibrios políticos, económicos, sociales, jurídicos y éticos que, aunque falten tres años para el recambio, vendría bien que los argentinos empezáramos a debatir.
Más allá de las diferencias en la naturaleza de los campos minados que heredan los nuevos ciclos, hay una constante: ninguno de los gobiernos propuso estrategias de largo plazo. Todos respondieron con el inmediatismo y la pretensión de surfear la coyuntura. Aunque, posiblemente, el juicio a las juntas de Alfonsín y varias de las reformas de Menem expresaban la voluntad de correr riesgos y dejar atrás algunas rémoras del pasado.
En el legado de los Kirchner, será difícil encontrar ejemplos de esa actitud. Fueron diez años en que el largo plazo no existió. Y, lamentablemente, el largo plazo llegó. Y ahora nos esperan tres años en que los desequilibrios generados por ese inmediatismo seguirán siendo enfrentados con más inmediatismo.
Es tiempo de que la sociedad -que también es cómplice de visiones mágicas de corto plazo- demande, y debata, un enfoque estratégico. Una visión más amplia supone más pragmatismo porque -por ejemplo- los desequilibrios económicos que dejará el actual ciclo de gobierno no tienen solución en el corto plazo: deben enfocarse con un horizonte de tres o cuatro años. Y el deterioro del sistema educativo debe enfocarse con plazos mayores. En ambos casos se requieren acciones inmediatas y un sendero de continuidad. En energía, transporte, seguridad, funcionamiento de la Justicia, corrupción, el dilema es el mismo: se necesitan enfoques de largo plazo y soluciones para urgencias inmediatas que mantengan coherencia con el marco estratégico.
El ejemplo de la economía puede ser gráfico. La inflación alta y creciente es insostenible. En particular cuando se la estimula con el exceso de gasto público financiado con emisión monetaria. Y, por otro lado, se la pretende atenuar con un ritmo de devaluación del dólar y de otros precios manejados por el Estado menores que esa inflación. El dólar se atrasa y -salvo la producción de las commodities mineras y agropecuarias de alto precio internacional- el fruto del trabajo argentino no puede competir en ningún mercado. A falta de dinámica productiva dirigida a la exportación, el empleo y la inversión se estancan. La solución de limitar las importaciones para que nuestro trabajo tenga mercado interno es de patas cortas, porque ese mercado depende de los precios internacionales de las commodities y del clima. En ese contexto, el mercado interno pasa a depender de la primarización de nuestras exportaciones. Sin dinámica de creación de trabajo, el Estado extrae la renta derivada de los precios altos y del clima para sostener desocupación disfrazada de empleo público y de asistencialismo social.
Con los subsidios hay paradojas parecidas: el Estado está quebrado, entre otros motivos, porque tiene miedo al golpe a su popularidad si aumenta los precios de la energía y el transporte. Sostiene esos subsidios con un costo equivalente a varios puntos del PBI. Pese a que la presión fiscal está en máximos históricos, debe emitir y cobrar el impuesto inflacionario para sostener ese costo, que crece por la misma inflación que el Gobierno provoca. No quiere perder la recaudación del impuesto a las ganancias de los trabajadores y no ajusta el mínimo no imponible al ritmo del aumento de los precios. Con lo cual, en segmentos crecientes de trabajadores, un aumento del salario no supone un aumento del ingreso disponible, pero, para las empresas, sí supone un aumento del costo laboral. Y ese costo laboral pesa sobre la competitividad del sector productivo.
No es sencillo desarmar ese entramado que empieza con la inflación, sigue con el retraso cambiario y con subsidios espiralizados, continúa con el cepo y la restricción de las importaciones, sigue con la pérdida de competitividad y termina en asistencialismo clientelar y en la pérdida de calidad democrática. Esos desequilibrios no se arreglan de un día para el otro. Se requiere gradualismo, gestionado con alto nivel técnico y fuerte consenso político. Será necesario que la población acompañe.
Si no enfrentamos los problemas y reequilibramos la macroeconomía, será difícil evitar una nueva hiperinflación, si es que ésta no se adelanta y la sufre el actual gobierno. Pero las soluciones van a llevar tiempo. Y serán incompletas, entre otras razones, porque un alto porcentaje de la población perdió calidad y no tiene capacidades suficientes para ningún empleo. En lo inmediato, el asistencialismo deberá continuar.
El equilibrio macroeconómico es condición necesaria, pero no suficiente, para la formulación de una estrategia de desarrollo y competitividad de largo plazo, y los equilibrios recompuestos no deben estar en contradicción con esa estrategia. Uno de los ingredientes críticos, tanto de la gestión de la macroeconomía como de la gestión del desarrollo, es la creación de normas, procedimientos y organizaciones aptas para construir consensos y para la ejecución de las políticas. Son temas para el debate.
De la misma forma, el nuevo gobierno deberá encarar un shock educativo, cuyos resultados también demandarán tiempo. Habrá que hacer las cosas para que los hijos de los excluidos no sean nuevos excluidos. Sería un acto de responsabilidad que los que aspiren al poder tuvieran preparados y debatidos una visión y un marco institucional para la gestión de la educación desde ahora. Antes de 2015.
Un nuevo gobierno tardará en recuperar credibilidad; otro de los contrapesos del pasado es que nadie le cree a un gobierno argentino: no es Cristina Kirchner la que miente, desobedece a la Justicia e incumple con sus compromisos, es la Argentina. No es previsible que de un día para el otro nuestra propia sociedad y la comunidad internacional respeten a la futura gestión.
Dilemas parecidos habrá en temas como seguridad, energía, transporte, justicia y corrupción. Todos están vinculados. Sin resolver el tema energético, será más difícil el reequilibrio macroeconómico. Si no se enfrenta la corrupción, no se podrá organizar un sector público eficiente. La corrupción no se puede enfrentar sin un Poder Judicial justo y eficaz. Y sin profesionalizar la administración pública, las políticas se gestionarán en forma precaria.
Si los candidatos que se preparan para el futuro se concentran sólo en las rencillas mediáticas con la Presidenta o con sus cortesanos con inciertos réditos electorales, si la población enfoca las alternativas electorales desde esas rencillas mediáticas, el nuevo gobierno de 2015 perderá -como el actual- una nueva oportunidad histórica.
© LA NACION