El lenguaje, condición de la cultura, permite iluminar la realidad en todas sus dimensiones, incluso en lo que hay en ella de inasequible; en la actualidad, su uso perverso por parte del poder político lo degrada y provoca la desarticulación de la trama social,ruidos. En el ecosistema actual, las palabras muchas veces clausuran el diálogo en vez de habilitarlo,polémica.Para algunos, la asignación que reciben los obispos es un privilegio; para otros, un derecho; el debate, abierto incluso en ámbitos eclesiásticos, involucra aspectos históricos, culturales y hasta de gestión estatal
Puesto que no soy sino un escritor, no puedo hablar de las palabras si no es con amor y con cautela. Cuento con ellas en cierta medida y de modo general. Pero a la vez nunca estoy seguro de disponer de las que, al escribir, creo imprescindibles. Vivo asediado por el lugar común y por la impotencia para dar con las que me importan. Por el temor a la obviedad de las ideas o la imprecisión de los términos que encuentro para expresarlas. Dicho esto y por sobre todo, amo las palabras. Me faltan, las tengo, las deseo. Me hechizaron desde siempre. Leídas y oídas primero, escritas después. En mi idioma, en otros. Aun en aquellos de los que nada sé ni entiendo. Me encanta escucharlos. Su modulación, su sonido. Oírlas, en el idioma que sea, me cautiva. El idish fue el primero que me brindó esa experiencia en la que se conjugaban la atracción y la ignorancia. Lo hablaban mis cuatro abuelos. Del castellano, me enamoré a conciencia en el Brasil. Residiendo allí y siendo poco más que un niño, dejé de hablarlo con frecuencia y supe un día cuánto lo extrañaba; qué intensa era en mí la emoción de escuchar sus palabras con nuestro acento argentino.
Dediqué mi vida a las palabras. Como lo hace cualquiera con su vocación. Desde los catorce años, no quise más que ser un escritor. Supongo que el derrumbe de la infancia me empujó hacia las palabras. A intentar con ellas la recuperación de algo perdido. Se trataba de llevar a las palabras aquello a lo que ya no podía jugar. Las palabras me rescataban de ese naufragio. No eran signos. Eran seres, eran cosas, perfumes, sitios. El alivio que buscaba, la poca luz de la que era capaz, los encontré en la palabra. En el acto de escribir y, claro está, de leer. Nada ha cambiado desde entonces. Aún hoy es así. Han pasado más de sesenta años desde aquella primera vez en que dejé de dibujar como un niño y empecé a escribir como un adolescente. El torrente de las palabras primero, la oscuridad tumultuosa, el desahogo ciego. Algunos años más tarde, Rilke me reveló la palabra "trabajo". Escribir significaba trabajar. Supe que había palabras certeras y otras que no lo eran. Palabras ganadas y palabras expropiadas. Empecé a tachar, a borrar. Encontré allí un arte mayor. Aún sigo aprendiéndolo. Un texto se construye despojándolo de excesos. Hay palabras nacidas para perderse y otras para florecer. No hay sinónimos en el lenguaje de un escritor.
No sabemos aún qué alcance tendrá la pérdida de la escritura manual en nuestra conformación subjetiva venidera. Sean cuales fueren sus consecuencias, es prudente no atribuirles un carácter catastrófico.
Son mayoría indiscutible quienes al apartarse de la escritura manual, se han liberado con alivio de una molestia, cuando no de una dificultad. Y si de escritores hablamos, está más que probado que el valor de una obra en nada depende del medio que se emplee para producirla.
Admitida esta evidencia, lo imprescindible en mi caso sigue siendo escribir a mano; dibujar cada palabra, cada oración. No disfruto del acto de escribir si no es así. Tres máquinas dactilográficas y una computadora poco menos que virgen evidencian mis sucesivos fracasos en el intento de trasladar ese placer a otro medio que a mi mano.
Trazo con ella las palabras a ritmo pausado. Solo de ese ritmo brotan en mí las ideas que hilvanan mi prosa, las líneas de cada poema.
Rara vez son más de dos las páginas que logro en una sola jornada. En cuatro o cinco horas, apenas unos párrafos. O el esbozo casi siempre difuso de algunas estrofas. No sé extenderme si no dejo atrás algo cuya intensidad me resulte al menos consistente. Siempre son oscuras mis primeras palabras. Tanteos de ciego, signos casi impenetrables. Y sin embargo, en esa oscuridad algo se deja oír. Son las palabras que sobreviven. Las que encierran una promesa. El empeño y la fortuna las despejan. Como una bruma que se desvanece, dejan ver algún sentido.
Abro, al escribir, grandes espacios entre una línea y otra. En ellos y empleando distintos colores, esbozo diferentes alternativas para una misma idea. Trato, como puedo, de escapar a una primera redacción fatalmente precaria. A la pobreza de esas palabras primeras que nacen extenuadas.
Solo en mi letra reconozco mi escritura. La tipografía casi nada me entrega de cuanto brota de mi mano. No es más que la estela tenue de lo que fue la composición. En ella, mis palabras se me aparecen veladas. Les falta el semblante inconfundible que les infunde la caligrafía.
Trato de remontar esa distancia leyéndolas en voz alta. Solo así lo impreso me deja presentir, a través de su formato neutro, el dibujo de mis palabras. La voz me las devuelve, restaña esa distancia.
Roland Barthes sabía que en la letra vemos "la proyección enigmática de nuestro propio cuerpo. Trazar palabras es para mí del mismo orden que pintar para un pintor: escribir sale de mis músculos, disfruto de una especie de trabajo manual; acumulo dos ‘artes’: el del texto y el del grafismo".
Algo del enigma del tiempo recoge esa huella que la mano imprime en el papel. El modo en que cada cual lo conjuga se resuelve también como caligrafía. En ese surco que la mano cava. En esa llaga viva que, al unísono, es cicatriz.
Muy posiblemente, los hombres venideros serán ágrafos en un sentido esencial. Habrá un futuro en el que se desconocerá la letra de generaciones enteras. Asociadas a prácticas de un pasado distante, las palabras de una mano podrán contemplarse en páginas de museos y en documentales; en centros arqueológicos que perpetúen lo que ya no tendrá realidad fuera de una vitrina. Eso que hoy sigue siendo indispensable para mí.
Georges Gusdorf lo dijo así: "El poeta opera la restitución del verbo. Da a la palabra sus resonancias, presenta a cada una en una situación nueva, de modo que su virtud reaparezca. El programa de Mallarmé, ‘dar un sentido más puro a los vocablos de la tribu’, es el programa del genio por la gracia del cual los vocablos más utilizados vuelven a encontrar misteriosamente su integridad original y se animan con una radiante fosforescencia".
La poesía, qué duda cabe, reintegra a los vocablos ese poder elocutivo que ilumina la realidad en todas sus dimensiones: la emocional, la intelectual, lo que en ella hay de inasequible. Revierte lo que el prejuicio hace de ellas, las sustrae al hábito y a la impermeabilidad que les impone la indiferencia. Sin ella, el mundo pierde relieve ontológico. La poesía, en suma, refunda el papel presencial de las cosas, la sombra inevitable que acompaña a toda designación. Pero los "vocablos de la tribu", más allá o más acá de la poesía, son también condición necesaria de la cultura, del discernimiento de la identidad personal y colectiva. Sin ellos, sin ese empleo habitual, no hay instituciones que puedan ser socialmente acatadas como imprescindibles. No se trata entonces de abrir una grieta irreparable entre el destino poético de los "vocablos de la tribu" y su uso frecuente. Esa disyuntiva es estéril. Más vale privilegiar su interdependencia. Si corresponde diferenciarlas, cabe también comprender y estimar su recíproca potenciación.
A mi ver, "los vocablos de la tribu" no solo son los que, restaurados, renacen en la voz del poeta. Ellos no solo connotan desgaste, la anemia expresiva que les impone el abuso, la inmovilidad de la costumbre, la rigidez del convencionalismo. Son, igualmente, un bien palpitante, un patrimonio vivo. Remiten a valores compartidos sin los cuales no hay comunidad. Generan esa necesaria cohesión social de la que solo son capaces los significados consensuados. Promueven acuerdos, en suma, que garantizan entendimiento. Esas palabras patrimoniales se encarnan en la ley. Infunden inteligibilidad a la trama de lo diario. La previsibilidad requerida para que el presente pueda remitir a un porvenir y contar con un pasado.
Pero algo más hay que decir sobre los "vocablos de la tribu" en lo que hace a su empleo habitual. Atenazados por el populismo y la pobreza discursiva que hoy padecen las democracias republicanas, revelan que el nuestro es un tiempo de palabras devaluadas. En política eso implica una desarticulación profunda de la trama social. El uso perverso que de ellas hace el poder cuando solo se interesa por sí mismo las priva de credibilidad pública. Se las pronuncia con irresponsabilidad demagógica. Se violenta su significado para infundir veracidad a la mentira y ganar apoyo donde la sinceridad no lo brindaría a la mayoría de los que recurren a ellas para privarlas de sentido y simular que se lo infunden. Puestas al servicio del poder, avasalladas por él, sin otro límite que el interés en alcanzarlo o sostenerse en él, las palabras terminan por hundirse en la ciénaga del descrédito, en lo puramente pretextual. La sociedad que padece su tergiversación ya nada espera de ellas ni de quienes las pronuncian. Convertidas en máscaras que ya ni siquiera disimulan lo que torpemente encubren, terminan despilfarradas por el descrédito. Es así como la política, herramienta esencial de la organización colectiva, impide que prospere la democracia ya que solo favorece, con el envilecimiento del lenguaje, el afianzamiento del autoritarismo y la represión del pensamiento crítico. Subordinadas a la intransigencia ideológica, sea esta de la naturaleza que fuere, las palabras, en esta circunstancia, no traducen más que intolerancia y fanatismo; promueven la discriminación y se convierten en el preámbulo de acciones violentas. Más aún: ya son expresión de esas acciones violentas.
Nuestro país es uno de los que acusan con mayor dramatismo la devastación de los significados llevada a cabo por el uso perverso que de ellos ha hecho la política. La lucha contra este proceso de degradación de las palabras corre por cuenta de una estricta educación cívica y de ella forma parte ese mismo periodismo libre expuesto a la saña de quienes, para prosperar, necesitan silenciarlo. En él, en ese periodismo, es posible encontrar un baluarte indispensable para restañar las heridas de las palabras, su menoscabo, esa violación de su función y de su sentido que no es otro que el de la verdad entendida como derecho a la disidencia.
Lo que las palabras nos entregan de las cosas proviene de la relación que entablamos con ellas. Es lo que usualmente llamamos su "sentido". Platón advirtió que entre las palabras y las cosas no puede haber homologación. El lenguaje, aseguró, es referencial. Su retrato del mundo no es el mundo. En nuestra comprensión de su semblante no se agota su realidad. Esta disonancia entre la designación y lo designado lejos está de decirnos que en el nombre de las cosas nada hay de las cosas que se nombran. O que el lenguaje es un creador de espejismos. En todo pronunciamiento, lo real irrumpe como interpretación, como significado. En todo significado relumbra como un destello ese más allá de la cosa que es su dimensión autónoma y que apenas se perfila en el lenguaje y no cabe en ninguna designación.
A esta realidad inaccesible como objeto y sin embargo palpitante como intensa insinuación en la palabra poética, Roberto Juarroz la designa "presencia desnuda del mundo" y la concibe como una voz que no deja de hacerse oír en la palabra del hombre. Y porque en la palabra del hombre insiste como un eco, ella pasa, por eso, a ser "parte de esa voz". En Platón, esa palabra, en lo que tiene de eminente, es la de la filosofía. Lo es en Merleau-Ponty y en Heidegger también y ni qué decir en Borges cuando escribe: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…"
De Babel me interesó siempre esa diáspora idiomática que produjo la abolición de la lengua única hablada por la humanidad concentrada en Senaar.
La diversidad de términos aplicados en diferentes idiomas a un mismo objeto promovió la incomprensión de todos con todos e impidió proseguir la construcción de la torre que aspiraba a llegar al cielo. El abismo generado por ese desencuentro forzó la dispersión de los hombres por toda la Tierra y su separación en conglomerados lingüísticos disímiles. A partir de allí, el contacto entre ellos ya no sería posible sin la mediación del traductor, figura proverbial, puente tendido entre quienes, sin él, estaban condenados al desencuentro.
No obstante, esa equivalencia entre términos distintos con la que el traductor atenúa las distancias entre idiomas recíprocamente incomprensibles está sujeta a la interpretación. A la lectura siempre subjetiva de significados que no son inamovibles, literales, sino dinámicos, cargados de matices y variaciones que van de mayor a menor en una gama tan amplia que desbarata la ilusión de contar con una sinonimia cabal entre palabras de idiomas diferentes. Es que el hecho de que los significados se parezcan revela, ante todo, que son distintos. Las palabras siempre quieren decir y nunca terminan de decir lo que quieren.
Por lo demás, y todo escritor lo sabe, cada palabra cuenta con una singularidad sonora irreductible. Su eufonía propia es incanjeable. La sonoridad de ninguna palabra equivale a la de otra, aun en el mismo idioma. Saberlo es decisivo en el orden de la composición. Un escritor no solo opera con significados. Lo hace también con tonalidades. Toda palabra se deja oír si se la sabe escuchar. Y su respiración nos dice hasta dónde puede ser o no ser nuestra.
El trabajo literario, la composición, suele ser una tarea absorbente. Solo se la resiste si la inspira el amor a las palabras; amor que, en la medida en que es deseo, es también desesperación por encontrarlas. Sartre es rotundo al respecto: "Si la literatura no es todo, no vale la pena perder en ella una sola hora". Todo no quiere decir lo único, sino esa escala de lo decisivo para una vida sin la cual ella se desdibuja. "Hay que amar el hecho de escribir una palabra –concluye el autor de Los caminos de la libertad– para tener verdaderamente el deseo de escribir como un escritor".
"Las palabras primordiales –propuso Martin Buber– no significan cosas sino que indican relaciones." Calidad de relaciones. Más íntimas o menos íntimas. Pero siempre relaciones. Fuera de ellas, las palabras se encuentran, como escribió Carlos Drummond de Andrade , "en estado de diccionario". No representan a nadie en la medida misma en que están a disposición de todos.
Pronunciarse, decir, es dar a conocer la índole del vínculo que nos une o desune con el mundo. El destino que en las palabras han corrido el prójimo, uno mismo, las cosas. Ellas plasman la vibración de nuestro diálogo con la realidad. La mayor o menor aptitud para el encuentro con ella. Distancias y cercanías se reflejan en las palabras que empleamos como signos en un cuerpo. Leer a alguien es acceder a su relación con el mundo.
¿Qué es un hombre sin sus palabras? ¿Un escritor sin sus palabras? Nadie. Lo dijo Octavio Paz: "Estamos hechos de palabras". Cuando nos faltan, todos los espejos se vuelven inútiles.