
Las palabras tienen poder
“La palabra no es una generalidad, es la respuesta a la pregunta más específica: ¿quién soy?”, dice Paul Ricoeur, filósofo francés. Por eso cuidar las palabras es un modo de cuidar a las personas.
La Agencia Nacional de Discapacidad (Andis) de la Argentina publicó en enero pasado en el Boletín Oficial una resolución que fija criterios sobre quiénes pueden acceder a una pensión por invalidez y esto generó polémica porque caracteriza distintos grados de discapacidad intelectual usando términos como “idiota”, “imbécil” y “débil mental”. Aunque el Gobierno anunció hace unos días que modificará los términos con los que describe la discapacidad, el error de la Andis nos obliga a volver a pensar en el poder de las palabras.
Todo lo que hacemos antes fue palabra. A veces cambiar unas palabras por otras tiene impacto en cómo nos percibimos a nosotros mismos, moldean lo que pensamos y el lugar que ocupamos. Esta intuición la tuvo en 1955 John Austin, filósofo del lenguaje, y la publicó en Cómo hacer cosas con palabras: “El lenguaje no solo describe, también actúa, hay oraciones que realizan acciones”, afirma el autor.
“Idiota”, “imbécil” o “débil mental” son términos que desde hace muchos años nos resultan ofensivos y no hace falta tener una gran sensibilidad social para notarlo. Por eso es natural -y socialmente saludable- que la resolución de la Andis haya generado una reacción en cadena. Y no solo nos incomoda porque esas clasificaciones médicas que se usaban en el siglo XIX con los años fueron adoptando una carga semántica negativa, también porque confunden un rasgo accidental con uno esencial.
Una discapacidad intelectual es una condición genética, es algo que la persona tiene, no algo que la persona es. Las palabras que elegimos, nuestras elecciones léxicas, influyen no solo en lo que decimos, también sobre lo que pensamos y sobre lo que hacemos. La comunidad científica del siglo XIX no se lo planteaba pero el giro lingüístico del siglo XX nos habilita a pensar en el peso que hay detrás del lenguaje y a preguntarnos si hay diferencia entre “ser” discapacitado y “tener” una discapacidad.
En rigor, nadie es discapacitado. Porque la persona es mucho más que la dotación genética heredada o su condición. Por otro lado, conviene anteponer siempre la palabra “persona”. Entonces, ya no hablamos de “discapacitado” sino de una persona con discapacidad. La discapacidad intelectual es, al igual que otros rasgos genéticos, un atributo más heredado a través del ADN. La persona no se agota en una característica ni eso la define, es solamente una parte de todo lo que ha recibido al nacer. Y es clave recordar esto a la hora de posicionarse frente a cualquier persona.
Entonces, ¿cómo hablar de discapacidad? En primer lugar, como señalamos antes, no debemos esencializar un rasgo que es accidental: frases como “soy discapacitado” es mejor reemplazarlas por “tengo discapacidad”. La discapacidad es algo que la persona tiene, no algo que la persona es. Y, al hablar de discapacidad, tenemos que anteponer siempre la palabra “persona”.
Por otro lado, es preferible no usar un lenguaje estigmatizante ni reforzar estereotipos que suelen aparecen en expresiones como “son angelitos” o “siempre serán como niños” para referirnos a personas con discapacidad intelectual. Primero porque esos prejuicios son falsos, pero además porque son expresiones autolimitantes. Por último, conviene evitar términos como “padece” y reemplazarlos en su lugar por “tiene” discapacidad.
Ricoeur sostiene que la identidad es una historia contada, nutrida de relatos anteriores y presentes. Para el filósofo francés somos un entrecruzamiento de historias, un entramado de historias propias, familiares y de relatos prestados. Lo que le da consistencia a nuestra historia es un relato. Por eso, cuando nos preguntan “quiénes somos” lo contamos de un modo narrativo, explicamos nuestra propia historia con narraciones prestadas que van cimentando nuestra propia identidad.
Si escalamos, las sociedades también se definen por los relatos que circulan en ellas, afirma el teórico James Carey. Son una especie de “texto con historias adentro” y la función de los medios es darle cohesión a la sociedad a través de los relatos que comparten. “Las vidas humanas resultan más comprensibles cuando son introducidas en las historias que la gente cuenta sobre ellas”, sigue Ricoeur. Por eso, si aprendemos a cuidar las palabras, aprendemos a cuidar a las personas.
Profesora de las materias de Análisis del Discurso y Géneros Creativos en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral y DirCom de CINM
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