Las palabras, las cosas y los humanos
Aplastar la cultura en nombre de lo “políticamente correcto”, impedir la polifonía y la equivocidad, es encerrar la palabra en la categoría de mero signo
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¿En qué se parecen un “manual de estilo” para periodistas que cubren el Mundial, un dirigente gremial enojado por una serie televisiva y los ataques a obras de arte por parte de militantes ambientalistas?
Independientemente de las diferencias y de las circunstancias particulares de cada caso, en las tres situaciones surge un rasgo específico: el achatamiento del lenguaje, la reducción de las palabras y los símbolos a su más rampante literalidad.
Se ha definido a los humanos de distintas maneras a lo largo de los tiempos: el ser que ríe, animal político, animal legal, y muchas otras denominaciones que intentan caracterizarnos en nuestra diferencia con respecto a los otros seres vivos. La risa, la política y la ley (esos tres signos de nuestra especificidad) aparecen solo en nuestra especie, porque su condición de posibilidad es una y la misma: somos, fundamentalmente, seres hablantes. Criaturas de lenguaje. No por señas o signos unívocos, sino por aquello que los lingüistas han definido como lenguaje articulado. Es decir, la existencia de una cantidad limitada de piezas elementales que pueden combinarse de formas casi infinitas para dar lugar a la creación de infinitas significaciones. No habría, en rigor, “sentido literal”: incluso la más básica de las frases puede interpretarse de múltiples maneras, según quién la dice, cómo, cuándo y dónde se emite. Entre emisor y receptor media, en efecto, un sinnúmero de variantes, y esa equivocidad es lo que nos hace propiamente humanos.
A pesar del intento de los constructores de Babel, que aspiraban a someter los significados mediante el control de las voces (pretendían “una sola lengua y pocas palabras”), intento afortunadamente frustrado por un Dios que, como personaje narrativo, decide restituir al mundo su riqueza inabarcable. Para ello es preciso, dice ese texto milenario e imperecedero, que haya lenguas, decires, expresiones que no se puedan fosilizar ni encasillar. Claro que hubo, y hay, en toda época y lugar, émulos de esos autoritarios constructores. Para que un régimen pueda hacerse con el dominio absoluto y someter a la población a su mandato incuestionable, es preciso abolir la ley, la risa y la política (eso que Hannah Arendt definió como un “hablar entre otros”). El primer paso será, siempre, apoderarse del lenguaje. Limar lo que Todorov llamó “la vacilación de sentido”. Imponer una lengua única y pocas palabras que definan lo que ese régimen considera la realidad.
Para que un régimen pueda hacerse con el dominio absoluto y someter a la población a su mandato incuestionable, es preciso abolir la ley, la risa y la política (eso que Hannah Arendt definió como un “hablar entre otros”). El primer paso será, siempre, apoderarse del lenguaje. Limar lo que Todorov llamó “la vacilación de sentido”. Imponer una lengua única y pocas palabras que definan lo que ese régimen considera la realidad.
Se sabe que tales regímenes comienzan con la quema de libros y la persecución de artistas y creadores. La ficción, en su más alto sentido, crea otras opciones de realidad, propone puntos de vista alternativos, abre el horizonte a lo impensado, ofrece paisajes posibles. Destaca la ineliminable distancia entre lo que es y lo que puede ser. Muestra lo que el poder trata de ocultar. Al igual que el arte, el humor y la política son actividades que señalan lo falaz de pretender encerrar lo real en una única versión, dictaminada desde alguna torre de soberbia y superioridad.
Desde Babel al nazismo –y más allá y más acá…– se verifican numerosos gestos que prefiguran y continúan el actual movimiento de cancelación. Tales gestos tienen en común –amén de la idea de dictaminar qué se puede y se debe decir y qué está prohibido–, una concepción maquínica del lenguaje basada en la suposición de que la palabra recubre la cosa en forma precisa y completa. Olvida, esa concepción (digna de narrativas apocalípticas de ciencia ficción, como Farenheit 451), que el hiato entre cosa y palabra, entre el decir y lo dicho, entre emisor y receptor, es insuturable. Y que es ese espacio lo que nos hace humanos. Es ahí donde surge la posibilidad de la metáfora, es decir, el arte, la poesía, la ficción, la creación.
Suponer que el arte se opone a la vida, como pretenden los ambientalistas que vandalizan cuadros y esculturas, es (lo enseña bien Daniel Scarfo en su nota de Clarín del 10/11/22) una postura cercana a la barbarie.
Aplastar la cultura en nombre de lo “políticamente correcto”, impedir la polifonía y la equivocidad, es encerrar la palabra en la categoría de mero signo. Destituir la metáfora en favor del eufemismo. Esa operación que los nazis llevaron a su máximo grado, llamando “solución final” al exterminio de millones de judíos, “campos de trabajo” a los territorios de muerte, “limpiar” o “pacificar” a aniquilar en las cámaras de gas, “muñecos” o “cosas” a las víctimas…
El eufemismo, al destruir el espesor metafórico del lenguaje, implica arrasar con su riqueza simbólica. Volver nuestra compleja condición humana, que se fue modelando a lo largo de milenios, a la supuesta “simpleza” de lo animal o de esos tiempos arcaicos donde la comunicación entre nuestros ancestros, los primates, se realizaba a través de sonidos guturales o gestos inarticulados. A la vez, y paradójicamente, nos aproxima a esa poshumanidad robótica que algunos pensadores auguran para un futuro no muy lejano. La dificultad de nuestros chicos y jóvenes para la comprensión de textos (tal como testimonian diversas pruebas escolares y universitarias) debería alertarnos al respecto. No hay inocencia en esos movimientos. Si eliminar la equivocidad se postula como la vía para combatir los “discursos del odio” (sintagma tan meneado y banalizado en estos tiempos), lo que en realidad manifiesta es lo contrario: el odio al discurso. La más patética deriva de los literalistas, los eufemistas y los necios, aquellos que detestan lo múltiple y variado, lo que no se deja atrapar por poder alguno. Porque esa imposibilidad de fijar un sentido único pone a la vista lo que nos singulariza como humanos: nuestro afán de libertad.