Las palabras destituyentes de Cristina
Pobre Guzmán. Un día antes de que tuviera una reunión clave con el Fondo Monetario, Cristina Kirchner se le adelantó y anunció que no pagarán la deuda con el organismo. Pobre Alberto Fernández. Justo cuando le estaba diciendo al presidente del Banco Mundial, David Malpass, que su gobierno honrará las deudas, su vicepresidenta se metió con la economía y cambió de lugar los muebles. No es una cuestión de suerte, mala o buena. Las palabras de Cristina Kirchner fueron claramente destituyentes de la economía y, por lo tanto, de la estabilidad política del Presidente. En la Argentina, la economía y la política están tan entrelazadas que solo basta ver los últimos 37 años de democracia para constatar cómo les fue a los presidentes.
Es difícil responder la pregunta de por qué Cristina Kirchner cree que un vicepresidente debe opinar públicamente de economía. No hay registro histórico de un vice que haya ido tan lejos en el análisis y los pronósticos de la economía. A principios del gobierno de Néstor Kirchner, su entonces vicepresidente, Daniel Scioli, respondió en un precoloquio de IDEA que en algún momento se iban a actualizar las tarifas de servicios públicos. Una obviedad en gobiernos normales. Kirchner cortó en el acto la relación con Scioli. Julio Cobos ejerció su derecho a voto cuando sucedió el empate en el Senado por la resolución que había provocado la guerra con el campo. La resolución fue rechazada. Cobos pasó a ser un traidor sin perdón posible, un trasterrado del poder.
¿Por qué Cristina cree que tiene derecho a ir más allá que cualquier otro vicepresidente? ¿No sabía, acaso, que su discurso haría saltar el riesgo país y provocaría la caída del valor de los bonos argentinos? Cualquier argentino informado lo presentía desde el día anterior. ¿No sabe, acaso, que los bonos argentinos tienen el valor de un país en default cuando ya ha refinanciado su deuda privada y no tiene vencimientos en los próximos tres años, salvo los de los organismos multilaterales (FMI y Banco Mundial, por ejemplo)? Ella fue presidenta del país durante ocho años y conoce el valor de las palabras en la economía y en los mercados. No fueron palabras ingenuas o inocentes. Con ese discurso, ella saltó el cerco hacia la indiferencia absoluta sobre la suerte de Alberto Fernández. Está claro: ya no le importa si le va bien o mal.
El papel que se esperaba de Alberto Fernández, como presidente pro tempore del Mercosur, era el de moderar. Reaccionó con los reflejos de un político barrial
¿Por qué pasó raudamente, en apenas un año y tres meses, de la adhesión política a la indiferencia? La teoría más extendida es que está decepcionada con Alberto Fernández porque este no asumió en los hechos la agenda suya; esto es, su liberación de culpa y cargo en todas las causas judiciales que la acorralan, sobre todo las que se refieren a hechos de corrupción. El Presidente recita discursivamente su agenda, pero no llega a los hechos, según ella. Si se hurga bien en su deseo, este es de cumplimiento imposible para Alberto Fernández. La ley se lo impide. Es cierto, por otro lado, que el gobierno es ineficaz en casi todos los frentes y que ese precedente convierte en imprevisibles los resultados electorales de octubre próximo. La derrota sería un hecho maldito para Cristina. Esa teoría, muy extendida en el oficialismo, es lo que explicaría la conclusión de Cristina de que “se equivocó” con la designación de Alberto, según consignó en LA NACION el periodista Jorge Liotti. La información nunca fue desmentida por fuentes cristinistas. Aunque no son incompatibles, otra teoría señala que ella nunca le perdonó a Alberto Fernández sus deserciones del pasado. Sobre todo, no le perdonó que haya ayudado en 2013 a Sergio Massa para derrotarla en la provincia de Buenos Aires. Hay testimonios importantes de aquella época que dan fe de un rencor vasto y perenne hacia su exjefe de Gabinete poco después de que sucediera la derrota. El rencor era más grande con Alberto que con Massa, porque este nunca había tenido la confianza familiar que tuvo el actual presidente. Juró que se vengaría, tarde o temprano.
Los ministros se quejan de que el gobierno es una orquesta sin director. “No sabemos si tenemos un jefe o una jefa”, dice uno de ellos. El Gobierno trata de adelantarse al discurso de Cristina. Todos son cristinistas ahora. Cualquiera que haya conversado con Alberto Fernández, incluso en sus tiempos como jefe de Gabinete, no puede explicar que sea la misma persona que decidió iniciarle un juicio penal a Mauricio Macri por el crédito del Fondo Monetario. No por Macri, a quien detestó siempre, sino porque meterá en el barro de la política local a personas importantes del mundo. Uno de ellos será el entonces subdirector del Fondo, David Lipton, que autorizó el crédito a la Argentina, y que es actualmente un importante asesor de la secretaria del Tesoro norteamericano, Janet Yellen. Yellen es una voz decisiva para las resoluciones del Fondo. El director del Hemisferio Occidental del Fondo, Alejandro Werner, que participó de las negociaciones con Macri, sigue ocupando el mismo cargo en el organismo. ¿Serán llamados por la Justicia? Seguramente, sí. Si hubo un delito penal por parte de quien recibió el crédito, hubo también complicidad por parte de quienes se lo dieron. ¿Qué les explicará Guzmán? ¿Acaso que tendrán que declarar ante la Justicia solo por la ramplona competencia política argentina?
En esa decisión de llegar antes a la meta supuesta de Cristina, el Gobierno dejó al país en el peor de los aislamientos sin que ella se lo pidiera. El miércoles se fue del Grupo de Lima en adhesión implícita al régimen dictatorial (o autoritario, llámenlo como quieran) de Nicolás Maduro. El viernes, el Gobierno se quedó en conmovedora minoría en la cumbre de presidentes del Mercosur. Los presidentes de los otros tres países miembros (Brasil, Uruguay y Paraguay) promovieron una mayor apertura al mundo o, en todo caso, una modificación de los estatutos para que cada país pudiera hacer las alianzas comerciales que quisiera. El presidente argentino reaccionó mal. El papel que se esperaba de él, como presidente pro tempore del Mercosur, era el de moderar, contener y abrir negociaciones sobre los temas conflictivos. Reaccionó con los reflejos de un político barrial. El presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, expuso una idea general sobre lo que debería ser el Mercosur según los intereses de su país; Alberto Fernández le contestó como si esa idea hubiera significado una ofensa personal hacia él. No lo fue. El carácter volcánico e irrefrenable es de él; la inspiración política es de Cristina.
Antes, el Presidente había decidido retirar a la Argentina del Grupo de Lima porque no encuentra un camino para resolver la tragedia de Venezuela. Pero, ¿no era mejor quedarse y proponer soluciones alternativas? ¿No era mejor quedarse entre los 14 países latinoamericanos antes que terminar abrazado a Maduro? El propio Presidente contó en su momento que el gobierno norteamericano le había pedido que no se fuera del Grupo de Lima, que se quedara y expusiera sus ideas, sean estas cuales fueran. Alberto Fernández aceptó el consejo, aunque este ocurrió cuando todavía gobernaba Trump. Es muy probable que esa política no haya cambiado con la llegada a la Casa Blanca del más moderado y previsible Joe Biden. El nuevo presidente norteamericano ya calificó de “dictador” a Maduro, aunque señaló que la salida de la crisis venezolana debe encontrarse en una negociación. El gobierno argentino se peleó también con el secretario general de la OEA, Luis Almagro, en nombre de Evo Morales. ¿Dónde está la Argentina? Tal vez en ninguna parte. Sola y aislada.
Miremos a Cristina. Ella solo elogia a Rusia y China. Los dos países le están vendiendo a la Argentina las escasas vacunas que llegan contra el Covid-19. Eso es cierto. La expresidenta no hizo ninguna mención, sin embargo, a la sistemática violación de los derechos humanos bajo los regímenes de Moscú y Pekín. Tampoco le importa si esas posiciones le abren a Alberto Fernández un abismo con el mundo que decide en el Fondo Monetario. No le importa si la economía termina convirtiendo al Presidente en víctima política de un vacío infinito.