Las palabras de un padre
La palabra puede ser construcción, intercambio, lazo. La palabra puede ser, también, la piedra que aplasta al otro.
Estoy en el natatorio del Club Vasco Argentino Gure Echea. El calor es suave, húmedo; lo envuelve todo como una manta. Se siente el cloro en la nariz, en cada poro de la piel; hasta parece vibrar en el reflejo intermitente del agua. En ese clima de útero, único y ensimismado, un padre habla. Habla, y habla, y habla. El hijo no emite sonido. Es mudo, nos advierte el monólogo del padre. Quizá no lo sea tanto, nos dicen los ojos enormes del muchacho, que sin embargo calla, se desplaza allá abajo, en la pileta, y nada.
Lo que ocurre en ese natatorio es una contundente obra de teatro. Se llama Condición de buenos nadadores, la escribió Camila Fabbri, y el domingo del fin de semana largo se presentó a ¿sala? (algunos espectadores la seguían sentados al borde de la pileta) llena. Hace un tiempo había leído Los accidentes, libro que incluye la primera versión -un cuento- de la obra que ahora se despliega ante mis ojos. Me habían hechizado la precisión de la palabra de Fabbri, su modo de construir dos personajes sólo a partir del monólogo de uno de ellos, la madeja sutil que se desplegaba tras la expresión agobiante, única, infatigable, de ese padre parlante. Por eso, cuando supe que el cuento, con título homónimo, se estaba presentando como obra teatral, quise verla.
Las puestas en espacios no convencionales, que en Buenos Aires no paran de multiplicarse, son -como señaló semanas atrás Jazmín Carbonell en este diario- una invitación a que el espectador sea algo más que mero testigo. En el caso de Condición de buenos nadadores, uno avanza hacia la obra como si se adentrara en un pequeño viaje a Europa. Y no precisamente por el edificio que alberga el natatorio, uno de los tantos clubes deportivos y sociales edificados por la inmigración española.
El primer pase de magia de la obra es que, apenas se ingresa al sector de la pileta, ya no hay ni Buenos Aires ni centro cultural vasco: se está en algún lugar de Portugal, y es en portugués que nos recibe, amable, el acomodador, que, entre sonrisas y algunos bon dia, pedirá especial prudencia a quienes se sientan muy al borde de la pileta. Luego vendrá el monólogo implacable del padre a confirmar que sí, la acción transcurre del otro lado del océano, y ese que hace crol, mariposa y repentinas piruetas a lo Esther Willliams es Agostinho, hijo del porteño porteñísimo que habla y una ausente madre portuguesa.
La palabra del padre es tirana, desbordante, por momentos machista. Incluso cuando desliza que está saliendo con un chico, un boxeador amateur que en realidad "parece una chica jovencita", y ¿qué problema hay en salir con una chica jovencita -se pregunta el padre-, como hacen todos los hombres de su edad?
El hombre sigue y sigue el monólogo. Y Agostinho, allí abajo, en el agua, acusado de gordo, de mudo, de blando, por momentos es, también, Gostiño. La verborragia transoceánica del padre lo hace filho e hijo, le comenta de ese momento crítico, cuando "las bocas hacen solas" y no importa en qué idioma hable cada una, porque las bocas, en algún momento, "hacen solas" y el beso sucede. Entre un argentino y una portuguesa. Entre un hombre maduro y un chico que parece "una chica jovencita".
No sabemos si Gostiño/Agostinho piensa en castellano o en portugués. En todo caso, y a efectos de quienes lo contemplamos, fascinados, al borde de la pileta, su idioma es un idioma puro ojo. Una mirada que nunca grita, pero todo el tiempo dice. Aunque el padre ni se entere, los ojos del hijo le dicen que las palabras pueden ser la piedra que aplaste al otro. Pero siempre existe un camino para dejar que esas palabras rueden, se estrellen, pasen de largo. Y construir las propias, en el idioma que se nos cante.