Las miserias, las manipulaciones y las trampas de la política oficial
Hasta ahora hemos tratado de explicar la Argentina que nos toca vivir, pero de aquí en más se impone cambiarla, ardua tarea para una nación donde pocos están dispuestos a aportar al cambio con su cuota de esfuerzo
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Las celebraciones por el Mundial de fútbol han concluido, un desenlace previsible porque si algo sabemos de las fiestas es que no duran mucho, que terminan y se inicia el momento en que debemos asumir los rasgos a veces ásperos, a veces amargos, a veces esperanzadores de aquello que llamamos la vida cotidiana. La fiesta concluye y nada hay más melancólico que un fin de fiesta, ese cansancio, ese hastío, ese sabor amargo que nos domina mientras caminamos por lo más parecido a una tierra baldía cubierta de cenizas.
Para muchos, las estrofas de una canción muy popular en otros años expresan esa alegría, esa nostalgia y esa pena: “Sigue tu lucha de pan y de trabajo que el tamboril se olvida y la miseria no”. Puede que para otros las alternativas no sean tan dramáticas, pero en la Argentina que vivimos convengamos en que son siempre difíciles porque el presente continúa siendo un territorio escabroso y hacia el futuro puede que haya esperanzas, pero admitamos que la luz es muy débil.
Alguien alguna vez habló de las miserias de la filosofía, pero en nuestro caso podemos tomarnos la licencia de hablar de las miserias de la política oficial, sus manipulaciones, sus trampas. Hasta ahora nos hemos esforzado por explicar esta Argentina que nos toca vivir, pero de aquí en más lo que se impone es cambiarla, ardua tarea para una nación donde puede que muchos hablen de la necesidad de un cambio, pero no son tantos los que están dispuestos a admitir que en ese cambio ellos también deben contribuir con su cuota de esfuerzo e incluso de pérdidas de beneficios y privilegios.
El escenario político urdido en las cimas del poder oficial no puede ser más descorazonador. Un poder político devenido un triunvirato cuyos vértices con frecuencia se oponen unos a otros; un ministro de Justicia que no vacila en declarar que las relaciones del poder político con el Poder Judicial se resuelven vía decretos de necesidad y urgencia; un gobernador de provincia que le reprocha al presidente de la Corte su afición al poder cuando en su territorio lo ejerce con su esposa desde hace dos décadas y la ayuda decisiva de los recursos coparticipables, una “gentileza” con que el Estado populista lisonjea a gobernadores capangas cuya catadura política y moral hubiera inspirado a escritores como Roa Bastos, Carpentier, Asturias, García Márquez o Vargas Llosa para retratar el rostro de déspotas, tiranuelos y dictadores bananeros que asolaron a América Latina.
Un capítulo importante de la tragedia argentina se explica a través de las peripecias de algunas de nuestras provincias financiadas por la coparticipación o las regalías petroleras, en la mayoría de los casos provincias gobernadas por clanes familiares que controlan el poder como propiedad privada, someten a sus sociedades con los recursos del despotismo y la demagogia y no disimulan sus aspiraciones a acceder a la Casa Rosada, aspiraciones, a decir verdad, logradas con creces en tanto un cuarto de siglo de nuestra historia política estuvo dominada por el clan riojano de los Menem y el clan patagónico de los Kirchner.
Algunos capítulos densos del realismo mágico podrían escribirse con nuestra política criolla de signo populista, sobre todo, en el excelso ejercicio de la simulación y el embuste. A Vicente Leonidas Saadi, por ejemplo, lo conocí en la ciudad de Buenos Aires en una reunión en la que ponderó a Fidel Castro mientras dirigía un diario financiado por Montoneros. Después, un amigo veterano me dijo: “No te lo tomés a pecho, en Buenos Aires se presenta como Espartaco, pero en Catamarca se parece a un jeque de Arabia Saudita”. A Carlos Menem lo conocí en una reunión de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Acababa de incorporarse a la APDH porque sus asesores seguramente le informaron que en 1982 “pagaba” bien sumar su firma a esa institución prestigiada por sus resistencia a la dictadura. También en este caso alguien me advirtió que no lo tomara en serio, porque en La Rioja uno de los hermanos “del Carlos” había sido funcionario de la anterior dictadura militar, mientras que el otro estaba involucrado en una “pueblada” contra el obispo Angelelli.
Dos décadas después, en la ciudad de Buenos Aires adquirió entidad un tal Néstor Kirchner, acompañado de su señora esposa, una pareja que se presentó como continuadora de la gesta de la generación de los setenta. Muchos quedaron fascinados por quienes supuestamente venían a redimir a una generación inmolada en los desaguisados de los setenta, hasta que un periodista indiscreto de Santa Cruz advirtió que los Kirchner jamás ejercieron una militancia comprometida con su generación y durante los años de la dictadura, además, se enriquecieron gracias a los favores de una ley de Martínez de Hoz y en el camino se olvidaron de presentar aunque más no fuera un solo habeas corpus por algún detenido. “En Buenos Aires, Néstor es el Che Guevara, pero en Santa Cruz es Batista”, nos dijo el colega, y por lo que luego pudimos apreciar no estaba equivocado.
Estas satrapías provinciales son las responsables no solo de la miseria material y espiritual de sus pueblos, sino de las migraciones hacia el conurbano, donde elásticas ligas de intendentes de frondosos prontuarios políticos se encargan de obligarlos a reproducir condiciones sociales parecidas a las que en su momento los obligaron a abandonar sus terruños.
Esa Argentina subsidiada, empobrecida y parasitaria no es homogénea. En su interior hay víctimas y victimarios; verdugos y sacrificados. Y en ese territorio devastado por la corrupción, la violencia, la manipulación y el saqueo, todas las morbosidades políticas son posibles. Este sistema de dominación no solo se ha revelado corrupto, sino que ha devenido una impiadosa fábrica de pobres, una siniestra paradoja porque supuestamente estas satrapías populistas se legitiman en nombre de su sensibilidad popular cuando, como los hechos se encargan de probarlo con luminosa y dolorosa elocuencia, ellos, con sus privilegios, sus ambiciones cesaristas, su afición a enriquecerse con los recursos públicos y su gélida indiferencia al dolor humano, son los gerentes de esa pobreza.
Decía que hacia el futuro la luz de la esperanza es débil, pero persiste. Importa saber que por debajo de las espumas y las borrascas de la política sobrevive una Argentina del trabajo, de la inteligencia y la honradez, que es la que permite que continuemos siendo una nación. Si en 1816 el desafío consistió en dejar de ser una colonia; si en 1853 la exigencia fue fundar “una nación en el desierto argentino”; si en 1880 la tarea fue forjar un Estado nacional y una sociedad donde la movilidad social ascendente fuera efectiva; si en 1912 el tránsito alberdiano de la democracia posible a la democracia política real se hizo realidad, en 2023 el esfuerzo debería ser, en primer lugar, no permitir que el destino del país sea el de un miserable enclave populista. En nuestra Argentina hay imaginación e inteligencia como para forjar un país en el que haya lugar para todos. No quiero concluir alentando ilusiones de un optimismo dulzón. No es fácil el presente y forjar el futuro será una tarea ardua. Pero es posible hacerlo. Hay condiciones para ello. Están presentes. A veces no las percibimos, a veces las ignoramos, a veces nos negamos a verlas, pero están.