Las mil y una noches del relato kirchnerista
El relato del kirchnerismo proponía un contrato de lectura muy claro. Quien aceptaba los términos de ese contrato aceptaba, de manera tácita, poner en suspenso su juicio crítico y, como en los buenos relatos, entregarse de lleno a la narrativa oficial. A su vez, también según los términos de este contrato no escrito, el Gobierno se comprometía a producir de manera regular y constante nuevos episodios de esa gran gesta en desarrollo. Episodios que debían ser verosímiles, en primer lugar, porque si no al público se le hace difícil dejarse llevar. Debían mantener cierta coherencia, respetar una estética más o menos reconocible y estructurarse en función de una trama sencilla, con buenos muy buenos y villanos muy malos. Y debían, por último, ofrecer siempre algún giro totalmente sorpresivo e inesperado. El espectador incauto debía quedar como pegado a la silla. El Gobierno hizo todo esto a lo largo de toda la última década. Y lo hizo con bastante éxito. Como Sherezade en la corte del sultán, amenizó las mil y una noches de la Argentina kirchnerista con las fantásticas alternativas del relato oficial.
Como se sabe, Sherezade contaba cuentos para salvar su vida. Es decir, del éxito de sus relatos dependía todo. En la medida en que lograran cautivar al sultán noche tras noche, y en la medida en que el soberano se dejara arrastrar por esas narraciones al terreno de la ficción, la joven podría volver a ver la luz del día. En la justa tensión del relato y en la expectativa renovada de manera cotidiana de nuevas zambullidas en esa ficción que ofrecía la joven estaba la clave del engaño. Como se trataba de un sultanato y no de una democracia, el sultán era el único cliente a satisfacer. El caso del kirchnerismo es distinto. No es la vida de nadie lo que está en juego según el éxito o fracaso de su ficción por entregas, sino apenas la continuidad en escena del grupo a cargo de relatarla todos los días. El pueblo, como el sultán, deberá decidir eventualmente si extiende o no el contrato de lectura. Con su engaño incluido.
Pero los clientes a satisfacer en este caso son varios millones, y tienen diverso grado de tolerancia a la mala ficción. Ése es precisamente el problema del Gobierno en estos días: como una Sherezade que no da en la tecla, la Presidenta hace piruetas discursivas cada vez más improbables y corre el riesgo de perder la atención de su público. El relato se le volvió reiterativo, está plagado de contradicciones y ya no sorprende. No logra encandilar mayorías como lo hizo en algún momento. Perdió coherencia y, sobre todo, perdió verosimilitud: de tan sobrecargada, corregida y vuelta a corregir, la tensión del drama político se convirtió en un confuso manchón de tinta. La trama de la economía es una incomprensible comedia de enredos con cinco actores que tropiezan torpemente en escena. Incluso los personajes centrales lucen desdibujados: en este cuento que se fue degradando a verso -o peor aún, a coartada- a nadie le queda claro ya quién es héroe y quién villano. Y tanta confusión es definitivamente un atentado al buen gusto literario. Hay que ser muy impresionable (o muy cínico) para dejarse llevar por un relato que parece haber perdido el hilo. El contrato de lectura está roto. El Gobierno es el que lo rompió.
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