Las mil y una formas del amor
Iris tiene unos diecisiete años, adora jugar al básquet, vive en el barrio de monoblocks Las mil viviendas, en Corrientes, y recorre, entre pique y pique de la pelota, las calles repletas de chicos, de acordes de cumbia y rumores urbanos. En eso está, absorta en una de sus caminatas, cuando la ve: una chica algo mayor que ella, de gesto decidido y una melena corta y ensortijada de la que se desprende, largo, solitario y desafiante, un mechón de pelo, casi una rasta. Iris se enamora. Lo hace como solo lo pueden hacer los de diecisiete cuando se enamoran por primera vez. Y así arranca Las mil y una, película de Clarisa Navas que podrá verse en CineAr Estrenos desde el 17 de este mes: primero, con una cámara física, táctil, casi adosada a la espalda de Iris mientras sigue su deambular por las calles y pasadizos del barrio; luego, con el instante azaroso, definitivo, letal. El instante del flechazo.
Si algo hace este film correntino es capturar a quien lo mira como Renata –la chica de cabello ensortijado- subyuga a Iris. Una alquimia simple, fresca, nutrida de realismo puro y duro pero también de cierta poesía secreta. Iris tiene dos primos, Ale y Darío, que son sus amigos, sus hermanos, sus aliados. Arman una tríada indestructible; a los tres la vida ya los está llamando a gritos, se confiesan sí miedos y ansiedades, disfrutan, se ayudan, se sostienen, transitan el escarpado camino del despertar sexual.
Podría decirse que, más que una película de amor, Las mil y una es una película de amores. Amores diversos, distintos, múltiples. Amores primeros, porque todo lo que se narra transcurre del lado de los que hace muy poco conocieron el insistente cosquilleo del deseo; hay adultos, sobre todo madres, pero el protagonismo no es suyo.
"Todos me dicen que el amor es algo muy amplio. Entonces, ¿por qué lo condicionan tanto? ¿Tan difícil es entender que hay mil formas de querer y ser amado?", escribe Ale en el mismo cuaderno donde también escribe poemas. Sobre esas mismas páginas llorará luego, cuando lo expulsen de la escuela tras haber sido violentado y filmado en un video subido a Internet.
"Sos rara vos, eh", le dice Renata a Iris, que es tímida, que no toma alcohol, que se muere de deseo pero se retrae. Que la conquistó, a Renata la brava, con una carta: puño y letra en los tiempos de las redes sociales, papel cuidadosamente plegado y entregado antes de cerrar la mochila y salir corriendo entre la vergüenza, el gusto, los latidos desbocados del corazón. Como corresponde, nunca sabremos lo que allí fue escrito, salvo que su destinataria lo leyó.
Clarisa Navas, la directora de la película, se crió en Las mil viviendas y de chica jugo al básquet allí. De hecho, aparece en una breve escena del film entrenando con Sofía Cabrera, la actriz -también jugadora de básquet- que interpreta a Iris. Sin duda la cercanía biográfica tiene que ver con la soltura con que la cámara se mueve por el barrio; Las mil viviendas vive, bulle, grita, se lamenta, festeja, convive con la violencia y forja lazos de amor y de sangre en cada pasaje de la historia.
No se habla mucho en la película. Sobre todo hay gestos, movimientos, cuerpos y espacios urbanos. Las mil y una parece estar hecha de materia: el humo, el sudor y las luces estridentes de una discoteca; las penumbras que en una plaza habilitan compartir un trago, inaugurar un juego o fugarse hacia un furtivo escarceo erótico; el abrazo lento y reparador entre una madre dolorida y sus dos hijos.
En la senda del viejo neorrealismo italiano, Las mil y una está filmada al ras de la calle, con mucha cámara mano, actores no profesionales y una proximidad que no desdeña la ternura. Nunca nos dice que la vida de sus criaturas no sea dura, pero sabe conducirnos hacia ellas, hacia su dolor y su gracia, de un modo deslumbrante.