Las metamorfosis de Andrés Rivera
Dos situaciones circunstanciales pero importantes, separadas por veinte años, me unen a la figura de Andrés Rivera, el escritor argentino desaparecido recientemente. En realidad mi papel, en ambos episodios, fue en cierto modo el de mensajero, y de no haberlo podido desempeñar, de cualquier forma Rivera habría aprovechado los mismos caminos, o encontrado otros, para convertirse en lo que fue al momento de su desaparición: uno de los mejores narradores de su generación y de las que siguieron, en el nivel de Juan José Saer, Manuel Puig, Hebe Uhart y Abelardo Castillo.
La primera escena tiene lugar allá por 1972, en las oficinas algo destartaladas del Centro Editor de América Latina. Rivera me trae el original de un tomo de cuentos, para ver si puede ser incluido -y obviamente publicado- en la colección "Narradores de Hoy" que creé y dirigía en esa casa editora. Se trataba de una colección de novelas y cuentos, que recordarán los lectores veteranos, de aparición semanal y editada en franca rústica, formada por títulos inéditos de autores argentinos, y nuevas traducciones de autores extranjeros.
Para no extenderme, solo mencionaré, entre los argentinos publicados, a Jorge Asís, Alicia Steimberg, Isidoro Blaisten, Vicente Battista, Héctor Tizón, Blas Matamoro y Liliana Heker. La colección se inauguró con los cuentos completos de Germán Rozenmacher, que hacía poco había muerto trágicamente en Mar del Plata. Recuerdo excelentes traducciones, como la versión de Saki por Eduardo Paz Leston, o la de Alfred Jarry por Juan Esteban Fassio, o la de Katherine Mansfield por Alberto Manguel, actual director de la Biblioteca Nacional, que trabajó junto con su tía, Amalia Castro.
Allí está, en consecuencia, el inédito tomo de relatos que se llama Ajuste de cuentas. Mentiría si no dijese que la obra de Rivera, lo que había leído de él hasta entonces, me despertaba ciertos prejuicios, a veces difíciles de abatir. El escritor había sido, en su temprana juventud, un riguroso militante del Partido Comunista, aunque terminó por ser expulsado en la década de 1960. Su principal trabajo literario de ese período, la novela El precio (1957), estaba más cerca del realismo socialista que de cualquier otra cosa. La previsibilidad de las situaciones y los personajes, más el moralismo combativo de los "obreros de acero", amenazaban con cerrar el debate.
El nuevo libro fue una sorpresa y una merecida forma de castigo a mis prejuicios. Las cien páginas escasas de los ocho cuentos entrelazados en Ajuste de cuentas eran, en realidad, un ajuste de cuentas del escritor con su pasado insatisfactorio, y una renovada presentación ante el lector. Ahora la huella que se descubría no era la de un héroe esquemático, sino, más bien, la del trazo del buen Hemingway y el mejor Raymond Chandler. Y no es que Rivera hubiera traicionado a sus criaturas, sino que se servía de un lenguaje preciso y despojado, cercano a la policial "negra" más que a las estructuras de denuncia de la narración social.
Por supuesto, el libro se publicó, tuvo un moderado éxito de venta (como la mayoría de los de "Narradores de Hoy"), pero la crítica advirtió que se había producido un corte, una metamorfosis -por decirlo así- en la escritura de Rivera, y que ya nadie podría asociarla a los productos del realismo más esquemático. No es raro que algunos escritores tengan su momento de gracia, su "a partir de aquí", mientras otros construyen su obra con gradual destreza, sin cambios súbitos. Rivera perteneció al primer grupo, y que a partir de Ajuste de cuentas tomó la difícil decisión de romper con su tradición y avanzar a campo descubierto.
¿Qué costo debería pagar el escritor por su arriesgado paso? Como si su energía creativa se hubiese agotado de golpe -o por motivos que desconocemos, tal vez extraliterarios-, Rivera dejó de publicar durante una década, hasta que en 1982, en las postrimerías de la dictadura militar, dio a conocer otro notable libro de relatos, Una lectura de la historia, que nos instala en su etapa de madurez. Solo a modo de ejemplos de logros del lenguaje narrativo, a veces escuetos hasta la severidad, mencionaré algunos "cuentos" de este volumen: "Juego de perdedores", "La suerte de un hombre viejo", "La paz que conquistamos".
Paso al segundo episodio significativo que me toca compartir con Rivera o, mejor dicho, con un libro de Rivera. Estamos en 1992, y la escena es más solemne y protocolar: una sala de la Secretaría de Cultura de la Nación (por suerte, hoy Ministerio de Cultura). Me toca la responsabilidad de presidir el jurado que otorgará los premios nacionales al mejor libro argentino de narrativa del último bienio. Se realiza la votación, se cuentan los votos, y resulta ganadora La revolución es un sueño eterno, novela de Andrés Rivera cuyo personaje central es Juan José Castelli, un hombre de la Revolución de Mayo, orador y por consiguiente interesado en el lenguaje, en lo que se dice.
Como presidente del jurado me comunico con la esposa del ganador, Susana Fiorito, primero, y luego con el ganador. Hay emoción, reprimida con dificultad. ¿Por qué me jacté de haber intervenido en dos transformaciones de la vida de Rivera?
Ocurre que el premio incluye una modesta pensión vitalicia, que el escritor utilizará para sostener sus necesidades y lograr su independencia económica, en constante riesgo por sus magros ingresos. Aunque la pensión apenas alcance para vivir, se trasladará con su mujer a Córdoba, donde se radicará hasta el final, escribiendo, enseñando a escribir, y ejerciendo la acción social.
Ese manco Paz, El farmer (dedicada al Rosas viejo) y la novela de Castelli son algunos de los mejores libros argentinos de las últimas décadas, que documentan, después de una dura lucha, la victoria de la lucidez y el arte narrativos frente a la comodidad ideológica. Vale la pena leer o releer a Andrés Rivera.