Las medidas de Roque: leyendo a Locke
El inglés John Locke escribió a fines del siglo XVII que "saber imponer tributos es el gran arte del gobierno. El príncipe que sepa aliviar impuestos y asegurar la libertad para alentar la industria honesta de sus súbditos, luego cobrará mucho más exigiendo mucho menos en un país próspero gracias a esa sabiduría casi divina («godlike+). Nada podrán contra él los príncipes rivales que se sigan ateniendo a la tradición de oprimir con gabelas cada vez más altas a súbditos cada vez más pobres". (John Locke, Two Treatises of Government, Cambridge University Press, 1965, Págs. 339-340.) El "príncipe sabio" de Locke prefiere privilegiar el nivel de la actividad económica. Empieza por aliviar los impuestos y asegurar la libre iniciativa para alentar las inversiones. Luego, en un país más rico como consecuencia de ello, logra una recaudación alta con alícuotas bajas. La alternativa es apretar impositivamente ahora al precio de desalentar la actividad económica y cobrar menos mañana.
En nuestro tiempo, la frase de Locke fue traducida al pensamiento económico en la famosa "curva de Lafer", según la cual si las alícuotas impositivas (del IVA, por ejemplo) llegan a un punto límite, subirlas trae como consecuencia no más sino menos recaudación. Discípulo de Lafer, Ronald Reagan fue un entusiasta de la rebaja impositiva para estimular la actividad económica.
Pero el principio de Locke y la curva de Lafer no operan instantáneamente. Si se rebajan los impuestos para estimular la actividad económica, ésta no puede colmar el vacío fiscal en el corto plazo. A la larga, cobrarle menos a una sociedad más rica le rinde más al Estado que cobrarle más a una sociedad más pobre, pero esta demostración se realiza después de un tiempo relativamente largo, de modo tal que, hasta que ocurra, el Estado debe afrontar un amplio déficit. De hecho, el Estado norteamericano está remediando sólo ahora el déficit reactivador que Reagan generó en los años ochenta.
Pero el Estado norteamericano pudo vivir más de una década en alto déficit gracias al crédito infinito del que goza en los mercados. Esto no ocurre con nosotros. Como ex alcohólicos que somos, no nos permiten tomar ni una copa del vino del déficit. Si la Argentina empezara de inmediato una estrategia a lo Locke y a lo Lafer, la abandonarían el FMI y los mercados internacionales. Esto explica por qué el primer paquete de medidas de Roque Fernández, con su énfasis en el aumento de los impuestos, se acerca más a los príncipes tradicionales que al príncipe sabio de Locke.
Vivimos un tiempo peligroso. El éxito del paro de 24 horas y el anuncio de otro de 36, en septiembre, así lo corrobora. El Gobierno, que viene de ser abrumadoramente derrotado en Buenos Aires, se preocupa ante la baja de sus índices de popularidad. La gente se moviliza contra la política económica.
¿Por qué es peligroso todo esto? Si sólo se tratara del desgaste de un gobierno, poco nos importaría: ¿no es la rotación en el poder, acaso, un rasgo de la democracia? Pero el desgaste va más allá, en dirección del cuestionamiento del modelo económico que el país aprobó en sucesivas elecciones a partir de 1991. Esa aprobación fue posible porque la gente, más que ninguna otra cosa, quería abatir la inflación. Hoy, ¿quiere lo mismo? En esta pregunta reside el peligro.
En su introducción al análisis político, Robert Dahl incluye este pasaje: "Cuanto más insatisfecha esté la gente con una experiencia del pasado, es tanto más probable que no quiera repetirla". (Ver Robert Dahl, Modern Political Analysis, Prentice-Hall Inc., 1963, Pág. 83.) Con esta frase engañosamente simple, Dahl sugiere algo importante: que los ciudadanos se guían por la experiencia más desagradable que hayan tenido en el pasado inmediato y que lo que más quieren es no repetir esa experiencia traumática hasta que una nueva experiencia traumática desplace a la anterior...
El análisis político ha de estar atento, por ello, a los cambios sutiles en la memoria colectiva. En 1991, cuando prestaron apoyo a Menem-Cavallo, lo que ocupaba la memoria de los argentinos era la experiencia traumática de la hiperinflación. Este recuerdo, vivo y palpitante, abrió las puertas del consenso al plan de convertibilidad.
Si bien esta memoria aún influye en nuestras conciencias, asegurando el consenso que aún le queda a los sucesores de Cavallo, también es visible que, de 1995 a esta parte, una nueva memoria procura desplazarla. Es el trauma de la recesión y la desocupación. Pero este nuevo trauma lleva consigo la posibilidad de una política económica más preocupada por reactivar que por estabilizar. En cierto modo, la memoria que prevalecía en 1991 y la que se esboza desde 1995 son contradictorias. Si no sabemos combinarlas, es posible que de aquí a un tiempo, en un clima de profundo desasosiego social, prevalezcan aquellos que se han puesto a idealizar el pasado del proteccionismo, el asistencialismo y el estatismo que nos llevó, precisamente, al abismo inflacionario de 1989-1990. Puesto entre dos memorias potencialmente conflictivas, lo que el país necesita es la diagonal de un nuevo consenso.
Pero es imposible encontrar esta diagonal en el interior de la discusión económica. Quienes se atienen al modelo iniciado en 1991 se aferran a la búsqueda del equilibrio fiscal a costa de prolongar la recesión. Hacia allí apuntan las primeras medidas del nuevo equipo económico. Por este camino predomina la fatalidad del príncipe tonto de Locke. Pero aquellos que empiezan a idealizar el modelo estatista anterior recaerían prontamente en el abismo de 1989-1990. Mientras tanto, el príncipe sabio de Locke es inhallable, porque la Argentina carece de ese crédito a la manera del Plan Marshall que lo permitiría.
¿Qué hacer, entonces? Aquí viene, desde afuera del mundo económico, la convicción de que si la Argentina atravesara una barrera moral su dilema fiscal desaparecería. Roque Fernández ha comprometido el consenso de los argentinos con medidas fuertemente impopulares, cuyo rédito fiscal será apenas de 1200 millones de pesos en el año en curso. Esta cifra está contenida varias veces en el monto que nos cuestan la corrupción y la evasión. Entonces surgen desde los más variados rincones de la acción y el pensamiento aquellos que proponen acudir en ayuda de la economía en emergencia con los fondos que provengan de una cruzada política contra la corrupción y la evasión, postulando igual severidad -léase: prisión- para corruptos y evasores. En esta cruzada podrían anotarse nombres venidos de las más diversas regiones intelectuales y políticas. Algunos provienen del cavallismo y otros del anticavallismo. Los une, empero, algo que trasciende esta vieja frontera: la idea de aportarle al plan económico el refuerzo de los fondos provenientes de una nueva disciplina política para que no caigamos en el dilema imposible de las dos memorias que ahora entran en conflicto y para que podamos emigrar de la tierra de nadie en que ahora nos encontramos entre el príncipe tonto inevitable y el príncipe sabio inalcanzable. Es que los economistas ya han dado lo que podían de sí. Para salvar el bien de la estabilidad que nos dieron y para evitar el mal del populismo inflacionario que amenaza reemplazarla, la única salida es la regeneración moral del sistema político. En dirección de ella se está formando el nuevo consenso de los argentinos.
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