Las máscaras del mal
El escritor italiano Alessandro Manzoni señaló que el verdadero mal del hombre no es el mal que sufre, sino el mal que hace. Pero ¿por qué hace el mal? He ahí la pregunta que ha desvelado recurrentemente a filósofos y teólogos. Hoy, la cuestión se nos impone nuevamente con los matices propios de nuestros tiempos. Porque el mal, como la humanidad, como el arte, como el mundo, va variando sus métodos, sus ejecuciones, despliega una amplia diversidad de rostros. No es siempre igual, pero es siempre el mal.
Podría decirse que el mal forma parte de la naturaleza humana. Kant introdujo el concepto de "mal radical": una propensión innata del hombre a hacer lo que no es bueno, lo que no se condice con el imperativo moral según el cual no debes hacer a otros lo que no quieres que te hagan a ti; o con el deber de tratar al prójimo como un fin y nunca como un medio para tus intereses. Nos espantaría tomar consciencia de la frecuencia con que burlamos estas máximas.
A partir de Kant, el mal aparece siempre relacionado con la libertad. Así lo expresa uno de sus sucesores, Friedrich Schelling: "La verdadera concepción de la libertad es que es una posibilidad de bien y mal". Schelling propone abordar el "problema del mal" frontalmente. Dice que Dios hizo al hombre libre y que la libertad tiene con el mal un vínculo indisoluble. Cada uno de nosotros lo reconoce afuera porque lo lleva adentro. Se origina en un principio de oscuridad propio del individuo: la voluntad de sí, un desenfreno que lo separa de la voluntad universal y que lo induce a elevar su principio de oscuridad por encima del principio de luz de la unidad primordial. No es caprichosa la imagen del ángel caído: el vértigo de la libertad como sublevación, la práctica del mal como subversión de un orden superior para el propio placer individual. El mal nace individualmente y se expande de individuo en individuo. Dice el filósofo Slavoj Zizek: "El mal en su forma más elemental es un cortocircuito entre lo Particular y lo Universal".
Se gesta, entonces, en un cimiento de oscuridad de nuestra individualidad del que no nos podemos despojar, lo que no nos hace menos responsables del mal que hacemos. No olvidemos que también podemos elegir hacer el bien.
La historia de la humanidad es un sostenido desfile de maldades individuales devenidas en guerras, en políticas nefastas, en terror, en dolor, en muerte. Lo que debe asumirse es el hecho de que el mal es inextirpable. Asombra hoy que, en plena era de los derechos humanos, la violencia de género haga metástasis en el mundo. El infligir dolor físico o moral es una práctica cotidiana que tiene que ver con el placer individual de detentar poder para sojuzgar al indefenso. Por otra parte, el jihadismo que recluta individuos de manera inconcebible nos revive el horror nazi. Estado Islámico remeda en sus peculiaridades la ignominia de Auschwitz: apoteosis del mal. Auschwitz es la memoria del mal que hicieron hombres a seres humanos de carne y hueso. Gabriel Levinas formuló una pregunta descomunal: ¿se puede creer en la moral después de Auschwitz? El filósofo habla del exceso que implica la maldad, por encima de toda comprensión. Lo tremendo del mal radica en su insensatez, en su falta de razón. De la misma manera, la filósofa Hannah Arendt asistió al juicio de Adolf Eichmann para encontrarse azorada ante un hombre común, "sin grandeza satánica", que había cometido crímenes de lesa humanidad tan sólo para agradar a sus superiores, según él mismo declaró. He ahí lo que ella denominó "la banalidad del mal", la superficialidad de sus razones.
Sólo el bien es profundo. El mal es una futilidad espeluznante que, según Levinas, sólo se puede enfrentar con otra desmesura: una ética de la responsabilidad infinita por y para el otro: por el niño que sufre, por la mujer abusada, por el hombre ultrajado. Un compromiso infinito por el otro que precede a nuestra propia libertad.
Otro pensador también golpeado por la infamia del nazismo, Hans Jonas, extiende esa responsabilidad, más allá del hombre, por y para la vida toda, hacia la cual el mal dirige su saña y su insensatez. Nuestra responsabilidad es también para con los bosques, con el agua, con la fauna maravillosa que puebla este planeta.
Hoy como ayer, como siempre, es propicio volver a formular la pregunta por el mal.
No podemos erradicarlo, pero sí asumir la responsabilidad de su control. El mal sólo puede ser combatido con una ética de la responsabilidad. Yo puedo elegir el mal por ser libre, pero debo elegir el bien por responsabilidad con mi propia libertad.
De la misma manera, cabe a la sociedad, a los gobiernos, la responsabilidad de que el mal ejercido por algunos no se imponga sobre el bien de todos. Las sociedades más éticas ayudan a frenar sus abusos y tal vez a disminuir su potencia. La corrupción, el narcotráfico son la suma y el avasallamiento de oscuridades individuales a las que debemos contraponer la responsabilidad infinita de la justicia y el amor.
El problema del mal somos nosotros. La victoria sobre el mal también.
Escritora, directora del Club de Roma