Lecciones de una fiesta trágica
El mundo adulto no termina de decidir si drogarse hace mal y, en medio de mensajes ambiguos, con padres que no saben decir que no y un Estado que incumple su función de controlar, a los jóvenes les cuesta construir una autonomía lúcida y reflexiva
El debate a partir de las tristes muertes en la fiesta Time Warp transcurre rápidamente y, como casi siempre, parece condenado a extinguirse pronto. Sin embargo, es posible extraer algunas enseñanzas que permiten enfocar la discusión y continuarla de manera constructiva.
Uno de los aspectos solapados del debate público tiene que ver con el compromiso de cada uno respecto de su propia vida y la vida de los otros. A diferencia de los de Cromagon, las muertes de esta nueva noche trágica parecen haberse producido a raíz del consumo de drogas y no por el gas tóxico que emanaba de una mediasombra que nunca debió estar allí o de la ausencia de puertas de emergencia que sí debían estar.
La responsabilidad personal en el consumo (no sólo de sustancias prohibidas) no es un tema menor. La banda uruguaya Cuarteto de Nos, en su tema "Breve descripción de mi persona", dice: "Tengo varias adicciones y me hago cargo/ no acepto sin embargo si intentan adoctrinarme/ yo quiero elegir con qué veneno envenenarme".
Esa soberanía individual del consumo articula nuestra cultura, en la que el yo impera por sobre otras posibilidades propias de sociedades jerárquicas o de países en los que no hay una democracia.
Desde el punto de vista legal, ésa es la tendencia mundial y fue convalidada por nuestra Corte Suprema de Justicia en el famoso caso Arriola, de 2009, respecto de no criminalizar la tenencia para consumo personal (que no significa "legalizar la droga", como la propia Corte advierte). Es la reivindicación jurídica del espíritu liberal del artículo 19 de la Constitución Nacional de 1853, que resguarda del Estado las acciones privadas y que consagra el criterio de la "autonomía personal": cada uno conduce su propia vida privada como mejor le parezca, independientemente de los poderes del Estado.
Pero en la confusión del debate se ha puesto más el énfasis en la decisión singular de consumir que en la asunción de sus consecuencias. La canción del Cuarteto lo advertía bien: "Me enveneno –dice– y me hago cargo", es decir que mi irrestricta libertad personal de decidir suele tener costos que tengo que estar dispuesto a pagar porque son inseparables de la decisión.
Sabemos desde los griegos sobre el carácter dionisíaco de las fiestas. Pero los griegos también nos enseñaron, y los libros de Michel Foucault están ahí para mostrarlo, que para que una práctica de libertad adopte una forma bella, honorable, estimable, memorable, es necesario todo un trabajo sobre sí mismo. Hacerse cargo también es cuidar de uno mismo, de la propia salud, pero también en lo ético: qué decisiones tomamos y cómo nos comprometemos con sus consecuencias.
En esta maraña de responsabilidades aparece el Estado, porque la tragedia evidencia falencias y corrupción que se acumulan por años.
Por otro lado, aparece la infantilización: la paternalista prohibición de la fiesta allí donde un rato antes el Estado brillaba por su ausencia. Causa gracia el tremendismo sobre las fiestas electrónicas cuando en los estadios de fútbol se consumen y venden drogas y se cantan, de a miles, loas a diferentes sustancias (y donde tampoco hay agua en los baños, ni baños). ¿Van a prohibir también el público local?
Finalmente, si las muertes se debieron a la ingestión de veneno (ya en sentido literal, no metafórico), muchos proponen que el Estado controle la calidad de estas sustancias. Esto plantea dos problemas: primero, si éste es un verdadero foco para la salud pública (cosa muy razonable), y segundo, y mucho más importante, si el Estado será eficaz en resolver un nuevo tema de salud pública allí donde no consiguió resolver otros más antiguos y urgentes, como el agua potable no en las raves, sino en los barrios más humildes.
El compromiso con los chicos. Los conceptos de autonomía personal y decisión soberana de consumo valen para personas adultas, no para los menores. En las familias, en las escuelas y en todo ámbito al que concurran menores, suponemos que los chicos son personas en formación y que por lo tanto necesitan del no de los adultos: consideramos que los chicos no son absolutamente autónomos y para que aprendan a hacerse cargo primero alguien debe hacerse cargo de ellos. Para que aprendan a autogobernarse alguien los tiene que formar.
Pero en nuestro mundo sin adultos los grandes han tendido a liberarse de esta responsabilidad bajo un escudo ideológico que endiosa la infancia y la adolescencia y les brinda una independencia espuria. Los chicos solos, sin los grandes, tienen grandes dificultades para construir una autonomía lúcida y reflexiva.
En el debate se ve que nuestro mundo adulto no termina de decidir si drogarse hace bien o mal. Por el contrario, los mensajes son ambiguos: depende de la sustancia, depende de dónde, depende del corte, depende de la cantidad. Para los chicos, tantos "depende" generan un permiso encubierto –y bastante perverso– en el que consumir o no da más o menos lo mismo.
Por el contrario, el mensaje debería alcanzar un consenso como el que hoy se tiene respecto, por ejemplo, del cigarrillo, sobre el que ya no hay discursos reivindicatorios ni discusiones sobre sus perjuicios, mientras la marihuana tiene buena prensa, se alega que el éxtasis se usa ocasionalmente para divertirse y el problema de la cocaína aparece sólo si no es pura.
Para que los chicos aprendan a elegir no drogarse primero habrán tenido que transitar ellos por el no de un adulto: un no productivo, cargado de oportunidades y de cariño, pero no al fin. Un no que cuida y protege y que enseña en la práctica a cuidarse y a protegerse.
¿Hasta cuándo seremos chicos? Un elemento tragicómico de este debate es que todas las víctimas del consumo se convierten automáticamente en "chicos". Presentan como "chico" a personas mayores de 25 años, graduados universitarios, profesionales, por el solo hecho de que se encontraban en una fiesta electrónica y tomaron, fatalmente, pastillas. No le decimos chico a un albañil, a un camionero o a una empleada de comercio. No llamamos "chicos" a los del paco.
Esta infantilización conforma una operación de encubrimiento de decisiones individuales y transforma una disposición personal en una suerte de obligación que exime al adulto de su responsabilidad: lo vuelve un "chico". ¿Cuándo se deja, entonces, de ser "chico"?
Se trata de un camino difícil: las edades de la vida se mezclan y ya no existen ceremonias de iniciación al mundo adulto, como el servicio militar, el matrimonio o el primer trabajo. Hoy, un adolescente de 16 años elige presidente y desde 2009 la mayoría de edad se obtiene a los 18 años.
Pero ahí está, aunque no lo parezca, buena parte del desafío: sabemos desde Kant que asumir la mayoría de edad de personas y comunidades es la condición necesaria para construir autonomía y libertad en nuestra sociedad.
Y la mayoría de edad se espera para este debate: si quienes deciden políticas o forman opinión actúan livianamente, con prejuicios, superficialidad y sin proyecto serio, estarán transformando una cuestión central en puro palabrerío hueco, corriendo el riesgo de convertirse, sin quererlo, en ingenuos difusores del narco.
Profesor de la UTDT y autor de Un mundo sin adultos (Debate)