Las lavanderas del plata
En el siglo XIX, la orilla del río de la Plata se llenaba de mujeres, en su mayoría negras, que limpiaban allí la ropa de la sociedad porteña, un hecho que llamó la atención de artistas plásticos y escritores
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Una de las antipáticas frases hechas que pesan sobre Buenos Aires es que es una ciudad que le da la espalda al río. Y la verdad es que, salvo alguna que otra excepción, lo miramos bastante poco. Ni hablar de frecuentarlo. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo, allá por el siglo XIX, en que las aguas color de león del río de la Plata eran visitadas por un grupo de mujeres que usaban su ribera, o los charcos que se formaban con la bajante, para lavar la ropa de las familias porteñas.
Eran las lavanderas de Buenos Aires, muchachas en su mayoría negras que desplegaban su arte en la limpieza de las prendas de vestir ajenas a lo largo de la orilla. En especial se ubicaban detrás de lo que era el fuerte, donde actualmente se domicilia la Casa Rosada, pero también extendían su esforzado fregar a lo largo de la costa, entre la Recoleta y el Riachuelo.
El espectáculo de esas mujeres que aseaban la vestimenta sucia de aquella incipiente urbe rioplatense llamó la atención de artistas plásticos y también de escritores, que buscaron la manera de relatar su presencia. Uno de ellos fue Guillermo Enrique Hudson, que en su obra Allá lejos y hace tiempo, escribió: “En la ancha playa se veía algo así como una nube blanca cubriendo el suelo. Tal nube, cuando uno se acercaba, se resolvía en innumerables pañuelos, medias, camisas, polleras, enaguas y otras piezas de ropa interior, flotando en largas sogas”.
Es el mismo escritor el que revela que, cuando se acercaba a esas mujeres arremangadas y en cuclillas frente a las bateas naturales, se encontraba con que las trabajadoras vivían su labor con actitud vocinglera, entre gritos y carcajadas. Pero también cuenta Hudson que toda esa camaradería entre colegas podría desvanecerse cuando surgía entre ellas alguna disputa por ocupar un charco que cada una consideraba propio. Entonces, las risas se trocaban en los más soeces intercambios de injurias.
Y lo mismo ocurría cuando algunos muchachotes de alta sociedad con tiempo que perder se acercaban a la orilla con la mera intención de molestar a las trabajadoras. Caminaban entre las prendas tendidas en el piso y, con total desparpajo, se paraban sobre la más delicada de ellas y prendían un cigarrillo. El tema es que cuando alguna de las mujeres descubría el abusivo accionar del joven pituco, se acercaba a maldecirlo junto con varias compañeras de lavado, hasta que el invasor se iba, devolviendo los insultos y pateando cuanto ropaje se encontrara a su paso.
Más allá de estos altercados, las lavanderas llevaban sus pesadas labores con alegría, y hasta se las escuchaba cantar. Y en los momentos de descanso, formaban círculos y bailaban. También era un hecho que entre ellas circulaban los más jugosos cotilleos de la comunidad porteña. En el libro Historia del agua en Buenos Aires, el historiador Enrique Herz rescata, en este sentido, una copla popular que se repetía en aquellos tiempos: “Quien quiera saber de vidas ajenas / que vaya a las toscas con las lavanderas / que allí se murmura de la enamorada / de la que es soltera, de la que es casada / que si tiene mantas y tiene colchón / o cuja (cama) labrada con su pabellón”.
Las mujeres se dirigían a la orilla con los atados de ropa sobre la cabeza y llevaban con ellas, además, un elemento imprescindible: un garrote, para luchar contra la mugre de las prendas a fuerza de golpes. Con esta acción complementaban la actividad química del producto usado para el lavado: un jabón elaborado con una mezcla de sebo, cenizas, potasa y hierbas.
La presencia de las lavanderas sobre los márgenes del río finalizó por una prohibición municipal a fines de la década de 1880, cuando Buenos Aires comenzaba las obras para construir su inmenso puerto, ese que promoviera un tal Eduardo Madero.
La ciudad creció, la orilla se alejó, y así fue como ya no se vio más allí a las lavanderas del Plata, por décadas inclaudicables en el milagro cotidiano de hacer surgir la ropa blanca de las aguas más bien turbias de nuestro bienamado río.