Las instituciones mejoran y se alimentan de la conversación pública
Es imperioso un debate de calidad sobre la Justicia que el país necesita
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Cuarenta años ininterrumpidos de democracia nos compelen a celebrar, pero también a debatir la Argentina. Sobre todo para evaluar dónde estamos, qué camino hemos recorrido y hacia dónde queremos ir como sociedad, definiendo los asuntos que deben ser incluidos en la conversación pública actual, de cara a un mundo desconcertante donde las certidumbres se derrumban de la noche a la mañana.
Estamos en un momento clave de la república. Ninguna institución de los tres poderes de la Nación está fuera del escrutinio público; la desconfianza de la ciudadanía ha crecido y si bien la democracia como sistema de vida preserva el respaldo mayoritario, las representaciones tradicionales están en crisis. Cuatro décadas son tiempo suficiente para plantear la necesidad de fortalecer la institucionalidad con debates maduros, consensos básicos, acuerdos esenciales donde la ciudadanía se sienta escuchada, considerada y respetada en su calidad de depositaria del poder que delega en sus representantes. Y, en particular, para que haya un debate de calidad sobre la Justicia que el país precisa.
Partamos de la base de que ninguna democracia, por mucho que se haya impuesto como un modelo significativo, está a salvo. Los acontecimientos vividos en Estados Unidos antes del cambio de gobierno hace poco más de dos años demuestran que, en el tembladeral del mundo, no hay democracia que no necesite estar alerta. Con más razón, las más jóvenes. Intelectuales de distintas adhesiones políticas e ideológicas analizan hoy la democracia también desde nuevas perspectivas. Si este sistema del pueblo, por el pueblo y para el pueblo sigue siendo en el que queremos vivir, habrá que tomar en cuenta que, en cuarenta años, la opinión pública observa hoy de manera diferente a sus representaciones dirigentes. En todas partes, las coaliciones para gestionar la cosa pública aparecen como una opción más fuerte para recoger las expectativas populares. Aunque no siempre son conducentes de los anhelos de ciudadanías que, luego de los dos años más agudos de la pandemia por el Covid, exhiben menor nivel de tolerancia a los fracasos colectivos, mayor nivel de ansiedad para alcanzar las metas, y esto se traslada en reclamos perentorios a las instituciones.
Venimos de un extenso período de quiebre de procesos constitucionales y de una dictadura que ha dejado efectos sociales que aún permanecen. Incluso, como dice el escritor polaco Ryzsard Kapuscinski, una vez que se termina la existencia física de una dictadura “puede quedarse en forma de comportamientos cultivados en el subconsciente”; porque el autoritarismo destruye la inteligencia, la cultura, el sentido crítico y deja tras de sí un campo yermo, en el cual “el árbol del pensamiento tarda mucho tiempo en florecer”.
Es interesante comprender entonces que en los albores de la democracia que comenzó en 1983 no necesariamente salieron los mejores a sembrar ese campo vacío, sino los más fuertes, los que lograron adaptarse y perseverar. Ese bagaje llega al presente con una fuerza sojuzgada durante largo tiempo y se derrama de muy diferentes formas. Por eso cuando desde el presente se mira hacia atrás se comprende que la planificación para el corto y mediano plazo es una guía fundamental para minimizar los errores de una transición y asegurar resultados.
Un dato no menor es que, desde 1983 en adelante, con hincapié en 1994 tras la reforma de la Constitución nacional con la incorporación de más derechos y garantías, la sociedad argentina siempre habla de defender sus derechos, pero nada dice de las obligaciones que hay que conocer y respetar en aras de la pacífica convivencia civil. Cualquier estudiante de abogacía sabe que en los programas universitarios se estudian al mismo nivel las obligaciones y los derechos.
Es un tiempo para rearmar esa agenda de compromisos que nos incluye a todos, que nos interpela en nuestro papel cívico y nos insta a mejorar la calidad de las instituciones que integramos o representamos.
Con el retorno de la democracia, el Poder Judicial pasó a jugar un papel fundamental de cara a la ciudadanía. El juicio a las juntas militares que gobernaron entre 1976 y 1983 abrió un camino de fortalecimiento de la institución, cuando la Cámara Federal se arrogó la investigación de los crímenes de lesa humanidad, tras la reticencia del Consejo Supremo de las Fueras Armadas. Y, más allá de las dificultades, llevó adelante su labor de forma ejemplar, fijando un estándar internacional en materia de DD. HH.
A fines de los años 80 la democracia atravesó varias zozobras con los levantamientos militares conocidos como “carapintadas” y el “copamiento” de La Tablada, entre 1987 y 1989, durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín. Uno más tuvo lugar durante la presidencia de Carlos Menem en 1990. Para comprender mejor las tensas dificultades de la transición democrática en los años 80 cabe destacar que en las asonadas militares el tribunal interviniente fue el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Solo en dos casos le cupo intervenir a la Justicia Civil; fue durante el copamiento de La Tablada y durante el levantamiento militar de Villa Martelli. Todas las asonadas terminaron en indultos en 1989, ya durante la presidencia de Menem, y en 2003, durante la presidencia de Eduardo Duhalde.
En los 90, el Poder Ejecutivo avanzó sobre el Judicial, expresándose en un aumento del número de jueces de la Corte Suprema, que pasó a tener nueve miembros. En paralelo esa iniciativa se complementó con la creación de juzgados federales en todo el país, y en especial en la ciudad de Buenos Aires. En aquella etapa el doctor Jorge Antonio Bacqué renunció en forma indeclinable ante la inminencia de lo que luego se conoció como “mayoría automática”. La pérdida de independencia del Poder Judicial fue provocando en la ciudadanía una percepción de menor confianza y valor. El Poder Judicial no era ya el límite del Ejecutivo.
Tanto así que a comienzos de la década de 2000, el nuevo gobierno encontró sustento para legitimar un nuevo cambio en la Corte Suprema. Allí, con la intervención del Congreso de la Nación, fue destituido uno de sus integrantes y otros tres renunciaron. Se abrió una nueva etapa para el máximo tribunal de la república.
La actuación del Poder Judicial en la incipiente democracia fue esencial para echar a andar un proceso de convivencia pacífica y restaurar las instituciones de toda la república. La Justicia independiente es el último refugio de la ciudadanía frente a un quiebre constitucional o el avance inconstitucional de los otros dos poderes sobre sus competencias. Y es tan claro que, cuando ocurrió el quiebre económico financiero del país en 2001, los ciudadanos presentaron sus reclamos sin dudarlo ante la justicia.
En distintos organismos y tribunales internacionales que imparten justicia el juicio a las juntas militares que tuvo lugar en los albores de la recuperada democracia es una marca de la Argentina, puntapié del nacimiento de una auténtica defensa de los derechos humanos.
La Argentina tiene, como otros países de la región, una larga tradición de anomia o de torcer la ley en favor de unos pocos y en perjuicio de muchos. La democracia exige mayor cooperación de sus fuerzas representantes para que las políticas públicas no sean volátiles.
Si con nuestras diferencias hemos construido 40 años de democracia eso significa que podemos ir por más, creando nuevos acuerdos que antepongan las demandas colectivas a las sectoriales. Hoy más que nunca el país lo necesita.
En lo atinente a la Justicia, y teniendo en cuenta el intrincado camino recorrido por el Poder Judicial en cuatro décadas, es indispensable volver a los principios básicos que rigen el vínculo entre ley, Justicia y ciudadanía. Los jueces debemos acatar las normas y hacerlas cumplir. Hoy todo el accionar judicial está en ojo público. Los magistrados debemos tender puentes transparentes con los ciudadanos y ser claros al dictar fallos para que, en lo posible y sin mediaciones, la sociedad recupere la confianza en uno de los tres poderes republicanos, frente al cual los ciudadanos deben ser iguales. Ante la Justicia no deben existir privilegios. Solo así el prestigio que el Poder Judicial construyó en 1983, al salir con fuerza y convicción al yermo campo institucional, podrá reconstruirse con firmeza de cara al futuro.
Presidenta del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires