Las inseguridades de un genio
Alrededor de medianoche, Gustave Flaubert solía dar por concluida su jornada literaria -a veces la escritura lo tomaba febril hasta el alba- y se dedicaba a componer largas cartas para su amada Louise Colet, en las que prodigaba su parecer sobre todo tipo de asuntos, desde banalidades domésticas hasta cuestiones de la política francesa que azuzaban en él una misantropía irónica y una lucidez amarga. Las misivas que Damián Tabarovsky seleccionó y tradujo para el volumen Correspondencia teórica tratan además y sobre todo de los problemas -muchos- y las alegrías -pocas- que trufaban la tarea de Flaubert como escritor.
Las cuarenta y dos cartas que comprenden el arco temporal más fecundo de su vida (desde 1846, cuando tenía veinticinco años, hasta 1874) pintan a un hombre excesivo, solitario, neurótico, visionario; tan apasionado como atormentado por su entrega total a la literatura, genial aunque a menudo peleado con su propio talento. Más allá de que el libro esté cuajado de sentencias brillantes ("la felicidad es una usurera que por un cuarto de hora que nos presta nos hace pagar una carga entera de infortunios"), lo que lo hace irresistible es la puerta que abre hacia la trastienda de la creación artística, en particular, de Madame Bovary, proceso en el que la exaltación y la desdicha fueron la sombra permanente del autor.
Flaubert avanzaba penosamente en la escritura de esa obra extraña y maravillosa que es La tentación de San Antonio cuando se entusiasmó con un tema que lo transportó a otro mundo, "el de la observación atenta de los detalles más triviales". El germen de Madame Bovary se había activado y el escritor tuvo que buscar para su nueva criatura una nueva forma de expresión: "No quiero que haya un solo movimiento ni una sola reflexión del autor". Esa será su divisa estética; de allí en más señalará una y otra vez en sus intercambios epistolares la necesidad de que el arte se desprenda de la huella dactilar de su creador al igual que el mundo se sustrae de la presencia evidente de Dios.
Pero con Bovary también se empantana. Obtener unas pocas páginas que encuentre "aceptables" le cuesta un enorme esfuerzo. Como su heroína, con la emocionalidad a flor de piel, Flaubert oscila entre la desesperanza ante el obstáculo y la euforia ante la solución. "El miércoles pasado tuve que levantarme para buscar mi pañuelo de bolsillo. Las lágrimas corrían por mi rostro. Me había conmovido, yo mismo, mientras escribía, gozaba deliciosamente de emoción con mi Idea y con la frase que la expresaba, con la satisfacción de haberla encontrado". La corrección de la primera parte le pone "los nervios de punta". Descubrir errores, repeticiones y palabras que hay que cambiar en cada frase lo desalienta. Al mismo tiempo, la magnitud del desafío lo excita. "Los libros que ambiciono escribir son justamente aquellos para los que tengo menos medios. Bovary, en ese sentido, es un tour de force inédito del que sólo yo soy consciente: tema, personaje, efecto, todo está fuera de mi alcance. Eso me hará dar grandes pasos de ahora en más. Soy, al escribir este libro, como un hombre que toca el piano con balas de plomo en cada tecla. Creo que estoy por el buen camino".
Para crear a madame Bovary, su marido, el farmacéutico y los amantes de Emma -personajes todos a los que Flaubert confiesa haber detestado durante la escritura- el autor investigó, leyó tratados de medicina y recogió cuanto prejuicio pueblerino circulaba en su entorno sobre la vida supuestamente frívola y desenfrenada de los parisinos. Finalmente, Madame Bovary vio la luz y Flaubert pudo zambullirse, una vez más, en un proyecto completamente distinto. Las lecturas para escribir Salambó habían vuelto a encender su entusiasmo con la promesa de lo novedoso, de lo diferente. De esa dulce tortura sin la que Flaubert no era capaz de vivir.