Las heridas autoinfligidas del Gobierno
Todavía se puede evitar la caída en una crisis, pero la Presidenta debe entender que el poder democrático es una construcción compartida en la que también son protagonistas los que piensan distinto
El gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner debe hacer frente, en el tramo final de su mandato, a autogenerados desequilibrios macroeconómicos en momentos en que carece del poder político blindado que tuvo a lo largo de diez años.
La situación, crítica por cierto, puede sintetizarse así:
- Está fuera de discusión que el resultado de las políticas oficiales es menor actividad económica, reducción de los salarios reales y caídas en la ocupación.
- El año pasado, por (o a pesar de) el cepo, se perdieron casi 13.000 millones de dólares de reservas, y en este mes de enero, con salto devaluatorio incluido, 2500 millones. Si ese ritmo se mantiene, antes de fin de año el nivel de reservas será inferior al disponible hacia el fin del régimen de convertibilidad.
- El presupuesto público de gastos y recursos, a días del inicio de ejecución, está completamente desactualizado, ya que computa un tipo de cambio promedio para el año de 6,33 pesos por dólar. Por otra parte, no contempla ningún incremento en las partidas destinadas a salarios y Asignación Universal, entre otras, a pesar de una inflación esperada -antes de la devaluación del mes pasado- de alrededor del 35% anual.
Este panorama económico no es la consecuencia de un shock externo negativo, por caso, el producido durante el último gobierno del presidente Perón, cuando la multiplicación por cuatro de los precios del petróleo, en 1973, acentuó los problemas externos originados en una balanza energética deficitaria.
Al contrario, nunca como en estos años el contexto internacional fue más favorable. En efecto, el poder de compra de los productos de exportación -medido en términos de importaciones- es el más alto de la historia y casi el doble del vigente a mediados de la década del 80.
Además, las tasas de interés internacionales son las más bajas desde la segunda posguerra y los servicios de la deuda externa ya no son -como en la inauguración democrática de 1983- el principal obstáculo a la posibilidad del crecimiento, cuando significaba una carga equivalente a las reparaciones que Alemania fue obligada a pagar a fines de la Primera Guerra Mundial. Es justo reconocer que esa decisiva diferencia respecto del peso de la deuda es el resultado de la negociación realizada por la administración del presidente Néstor Kirchner.
La falta de recursos tampoco explica las dificultades actuales. La presión tributaria es la mayor de la historia -casi sin comparación en América latina- y, no obstante ello, el año pasado el déficit financiero orilló el 5% del PBI, cuando en los inicios de la gestión de la Presidenta el superávit fiscal era casi de 3% del PBI.
Las perspectivas negativas del corto plazo tampoco son consecuencia del accionar disruptivo de la oposición política y social.
El Gobierno dispone de mayorías propias en ambas Cámaras legislativas y esa supremacía le permitió, hasta ahora, sancionar todas sus iniciativas, aun aquellas tan peligrosas para la convivencia pacífica de la sociedad como los dos blanqueos impositivos que abren las puertas al ingreso legalizado de fondos irregulares del crimen transnacional organizado.
El radicalismo -la principal fuerza parlamentaria opositora- evitó repetir errores que en el pasado cometieron otras fuerzas políticas, como cuando la oposición justicialista requirió el juicio político al presidente Alfonsín por llevar adelante el plan Houston, que permitió la recuperación del autoabastecimiento petrolero en su gobierno, o cuando el peronismo -en los albores democráticos- rechazó integrar la Conadep, que posibilitó avanzar en la verdad y justicia sobre el terrorismo de Estado.
Más aún, el radicalismo apoyó las decisiones legislativas requeridas para el éxito de la negociación de la deuda y, también, los procedimientos necesarios para la renovación de la Corte Suprema que permitieron terminar con la "mayoría automática" en el Superior Tribunal que acompañó al oficialismo justicialista en la década del 90.
Los gobernadores, casi todos pertenecientes a la coalición política oficialista, tampoco reiteran equivocaciones: en el contexto de un centralismo fiscal sin registros históricos, en lugar de escalar el conflicto y alentar "marchas federales" como en los años 80 o rehuir responsabilidades propias, como sucedió en los prolegómenos del fin del régimen de convertibilidad, se reunieron por primera vez en los últimos diez años, a principios del mes pasado, con el jefe de Gabinete de Ministros para discutir las deudas provinciales con la Nación.
El movimiento obrero, por su parte, ha iniciado un camino de coincidencias, buscando superar la división en la representación de los trabajadores, para lo que enfrenta una doble exigencia: por un lado, las consecuencias negativas que las políticas oficiales tienen sobre el empleo y los salarios, y por el otro, la prudencia requerida para desairar la historia de demandas que aceleran procesos políticos complejos, como en los años 70, y operaciones de desgaste político, a todas luces injustificadas, como en el primer turno democrático en los años 80.
Por último, corresponde señalar otro cambio que constituye una peligrosa regresión. El gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner diluyó uno de los activos intangibles de la democracia argentina: la subordinación de las Fuerzas Armadas al orden democrático institucionalizado. En efecto, se ha promovido que el Ejército de la Nación sea parte de una facción que, además, incumple a sabiendas normas legales. Esta vocación de partidizar el Ejército es un retroceso mayúsculo en los esfuerzos de todos lo gobiernos que, desde 1983, a pesar de los varios intentos de golpe, pudieron sancionar por unanimidad leyes fundamentales como la de defensa, seguridad interior e inteligencia.
Resulta claro, entonces, que a pesar del contexto internacional favorable en términos de precios y mercados para nuestros productos de exportación; a pesar de las casi nulas tasas de interés, de la abundancia de recursos fiscales, del reducido peso de las obligaciones externas, y del maduro comportamiento democrático, en términos generales, de los actores políticos y sociales relevantes, el Gobierno ha conducido al país a una situación de inflación y estancamiento que afectará, principalmente, las condiciones de vida de los sectores socialmente más desfavorecidos.
Es tarde para evitar la recesión, pero estamos a tiempo de evitar una crisis. Para eso, la Presidenta, en lugar de recurrir a tonos admonitorios y a repartir culpas generalizadas, como hizo el martes, haría bien en salir del "microclima" que la distancia, primeramente, de su propia coalición de gobierno. Si rompe el aislamiento político y abandona la idea de que el poder es una ciudadela a conquistar para empezar a creer que el poder democrático es una construcción compartida en la que son protagonistas, también y necesariamente, los que piensan distinto, la historia de este tiempo no tendrá una página que hable de la crisis que la Argentina padeció al cumplir los 30 años de vida democrática.
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