Las figuras parentales como modelos
Se sabe que las figuras parentales son modelos en todas las circunstancias de la vida. Se asume también que en el diario devenir encarnan valores cruciales para el florecimiento personal y el bienestar emocional de los hijos. ¿Sigue vigente este esquema? ¿Cuán determinante es el modelado parental en las subjetividades de las nuevas generaciones? ¿Qué significa ser hoy un ejemplo de vida? En primer lugar, se impone aclarar que la afirmación de que madres y padres son arquetipos de comportamiento equivale a decir que aprendemos mediante la observación y la imitación, premisa pedagógica básica respaldada por la teoría del aprendizaje social. El modo en que las figuras parentales se conducen y se relacionan entre sí y con los demás delinea patrones primarios que encauzan la afectividad y las emociones, y proyectan una marcada influencia en el desarrollo infantil. Si bien otros adultos referentes pueden terciar en la configuración de modelos a seguir, la ascendencia parental continúa siendo de gran calado y condiciona persistentemente nuestra evolución.
De lo anterior se desprende que una relación parentofilial cercana y positiva acrecienta la confianza en nosotros mismos y la tendencia a establecer vínculos saludables. No obstante, aunque mucho se habla de inteligencia emocional, autoestima, pautas de disciplina y soporte afectivo, menos nos ocupamos del modelado de prácticas y actitudes. Y la incidencia que se juega en este terreno es crítica, porque las acciones parentales van forjando una disposición virtuosa en los hijos que se traslada luego a los diferentes ambientes sociales. Madres y padres consistentes en su proceder confieren la seguridad necesaria para la progresión de buenos hábitos que serán centrales en la formación de personas libres, dotadas para la convivencia y capacitadas para la toma de decisiones responsables.
Esto nos mueve a reflexionar respecto de qué ejemplos seguimos y en qué ejemplos nos constituimos. Es claro que las referencias de actuación que nos inspiran tendrán que ver con nuestra propia institución como referentes. Una pregunta sobrevuela: ¿queremos ser adultos? En la actualidad parece darse una resistencia a la adultez. En todos los casos, crecer implica una paulatina asunción de responsabilidades y este desplazamiento incomoda. Frente a modelos de adultez dislocada, es preciso instalar una pedagogía de la madurez en el seno familiar. Las familias son ámbitos educativos de primer orden, de ahí que al abrazar nuestro rol parental facilitemos el tránsito hacia la adultez de los hijos. Cabe admitir que la índole de esta influencia puede potenciar u obstaculizar el despliegue vital. Porque la función educativa que como madres y padres ejercemos, aun sin ser conscientes, es constante, no tiene tregua. Educamos con nuestro ser total y desde las estructuras con las que encaramos el día a día. Por eso la educación en las familias se traduce en diálogos de subjetividades que no cesan y su eco resuena a lo largo de nuestras existencias. Vale detenerse en este punto y volver sobre él una y otra vez. En una época de múltiples referencias externas, de rutinas híbridas y accesos ilimitados, vale recordar que los padres y las madres modelamos lo que somos. Y que lo hacemos siempre. Aun sin quererlo y casi sin pensarlo.
Docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral