Las Fiestas
Hay quienes las aman, y quienes las detestan.
Quienes las esperan, y quienes se desesperan.
Para algunos, son tiempos de celebración, de magia, de renovación de proyectos y de esperanzas.
Para otros, se trata de obligaciones, de corridas en medio del calor, del gentío, del caos, de una falsa alegría y del imperativo de meros convencionalismos.
Para muchos, tienen un carácter absolutamente espiritual e introspectivo. Para muchos otros, son fechas que se han vuelto netamente materialistas y comerciales.
Hay quienes las centran en opíparas comidas, regadas de bebidas donde no falten soberbios regalos; otros, sólo pueden ofrecer un modesto agasajo y no son pocos los que ni siquiera pueden acceder a un pedazo de pan dulce, porque viven en la indigencia.
Hay familias unidas que se reúnen con alegría y emoción, otras divididas por conflictos de toda clase, donde esos festejos son justamente un motivo más de malestar.
Hay gente encantada con los rituales (o no), gente creyente (o no), supersticiosa (o no), y para cada una de estas categorías, las Fiestas tienen un significado diferente.
Para unos, el nacimiento del Niño Dios en un pesebre es lo más importante, para otros la ceremonia alrededor del árbol refulgente es una maravillosa tradición. Y para los niños, la figura de Papá Noel es un imán, sinónimo de obsequios y de sorpresas.
En la noche del Año Nuevo, algunos se ponen tristes porque hacen balances de vida, no siempre reconfortantes, recuerdan a los que ya no están, y se dejan invadir por la nostalgia. Otros, enfocan el futuro, los planes, los sueños, los cambios que puedan mejorar su día a día, tratando de resucitar sus entusiasmos y apostando a la esperanza. La edad, asimismo, juega un no desdeñable papel en la vivencia de estas Fiestas.
Pero lo que es indudable en ambas fechas, es que tanto en la Nochebuena como en la Nochevieja, y más allá de lo que nos ocurra en el país y en el mundo en esta peculiar década del siglo XXI, algo fuerte, algo intenso, va a suceder en nuestro interior a las 12 en punto, cuando la noche se transforma en otro día.
La Natividad, en un caso, y un Nuevo Año en el otro.
Y todo lo que nace encierra una promesa, una ilusión, un ideal. Más allá de la fe o de la falta de ella, más allá del racionalismo que desdeña las imposiciones de los calendarios, más allá de cualquier nihilismo o escepticismo.
Estas Fiestas no son tan idílicas como las pintan, pero nos movilizan a todos. Nos gusten o no nos gusten. Es difícil que alguien se mantenga indiferente. Por lo general, se las respeta, se las desea o se despotrica contra ellas.
Y, sin embargo, hasta el más crítico puede llegar a emocionarse, esperando que el minutero indique la hora en que se conmemora el nacimiento de Cristo o en que se inicia un año que cambia de numeración.
Por algo se destapan las botellas de sidra o champán, se hacen los brindis, suenan las campanas, estallan los fuegos artificiales, nos aturden los gritos, los petardos y los cohetes.
Alguna vez soñé (para mí) con que ese tránsito se hiciese con una música tranquila y conmovedora, como el Adagio de Albinoni o un concierto para piano de Chopin o con la voz de la Callas cantando el Ave María de Schubert y que la Navidad y el Año Nuevo entraran en mi alma con la paz de una canción de cuna.
Pura utopía, claro, porque una fiesta (como su nombre lo indica) es todo lo contrario: es barullo, es bochinche, es euforia, es baile, es algarabía. Y todo, de una manera explosiva, contagiosa, sin tapujos, y liberando las energías. Lo cual también lleva a excesos, a accidentes de toda índole que tantas veces terminan en los hospitales.
De todos modos, muchas , muchísimas veces, la pasamos bien, y nos divertimos y nos sentimos mimados por nuestros seres queridos y nuestros amigos, y por la Providencia que nos regala el privilegio de la salud –en primer término- y de la posibilidad de acceder a un lindo festejo, mientras –lo sabemos- otros están sufriendo soledad, olvido, enfermedades, hambre.
Sería imposible narrarlo ahora, pero estoy segura de que unas cuantas personas de mi generación recuerdan aquel famoso cuento de Andersen, el de "La vendedora de cerillas". Es el cuento más triste que me leyeron cuando yo era una niña y que, por eso, nunca pude olvidar. Una historia que vuelve a mi memoria cada vez que llegan las fiestas navideñas, a pesar de encontrarnos en el otro hemisferio del planeta.
Pero ahora, ante la inminencia de estos días y de estas noches que alegran a unos y agobian a otros, quiero recordar otras voces.
Las bellas palabras de Olga Orozco en un melancólico poema, donde rememora a una querida amiga muerta "en ese altillo donde me dejaste un árbol de alucinada Navidad/ como un ángel posado para siempre sobre cualquier rincón inhóspito del año" .
Y también, el poema de nuestro eterno Borges, titulado "Final de Año" que dice así: Ni esa metáfora baldía/que convoca un lapso que muere y otro que surge/ ni el cumplimiento de un proceso astronómico/ aturden y socavan la altiplanicie de esta noche/ y nos obligan a esperar/las doce irreparables campanadas./ La causa verdadera es la sospecha borrosa/ del enigma del Tiempo" .
Parafraseando a Hamlet, podríamos pensar: el enigma del Tiempo, "that is the question" .
Federico Fellini dijo una vez: "No hay final. No hay principio. Sólo está la infinita pasión de la vida" .
Quizás este sabio concepto pueda iluminar el inicio de estos días de Fiesta, ayudándonos a poner más fervor en lo que hacemos, y más amor en lo que somos.