Las fallas del sistema judicial
Casos como el de un juez federal que concentra las causas penales más resonantes y vinculadas con el poder político ilustran un sistema judicial repleto de fallas. Es el diseño de nuestra Justicia lo que permite la extravagancia de que haya jueces que no quieran investigar y jueces que, pese a querer hacerlo, no puedan. La presencia de esas dos variables es la clave de la impunidad en materia de corrupción pública y crímenes económicos.
Un estudio de 2010 sobre la investigación y persecución penal de delitos complejos, elaborado por el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (Cejas), advirtió que en nuestro país es alarmante la ineficiencia en la investigación de la corrupción y criminalidad económica. La tasa de condena de delitos contra la administración pública es del 3%, mientras que la de los delitos contra la propiedad (criminalidad común) ronda el 57.
Los tiempos que toman esos procesos son otro indicio importante de una falla sistemática. El caso de los sobornos de IBM-Anses tramitó durante 16 años para terminar en la fosa común de las prescripciones. Aún más actual es la causa en la que se investigaba al ex presidente Carlos Menem por la venta irregular de un predio de La Rural de Palermo, que también concluyó sin culpables luego de prescribir por los 15 años que llevó el proceso.
La falta de independencia del juez es letal para cualquier investigación en la que hay en juego intereses del poder. Esa anomalía proviene de diferentes motivos, que se corresponden con cuatro prototipos de jueces fomentados por el diseño institucional de nuestra justicia: el temeroso, el condescendiente, el ambicioso y el corrupto.
El juez temeroso no logra defender su independencia y resigna el caso, porque tiene miedo de perder su puesto. No encuentra respaldo orgánico y se debate en soledad entre subsistir o ceder a las presiones.
Para evitar el quiebre de estos jueces es necesario un Poder Judicial fuerte e independiente. Una institución que pueda acompañar y respaldar a los miembros que sufran esas coacciones.
Los condicionamientos se originan en una conformación del Consejo de la Magistratura -órgano de selección y remoción de jueces- dominado por representantes de la corporación política, muchos de ellos pertenecientes al espacio que detenta el poder, preocupación siempre presente en cada Conferencia Nacional de Jueces.
Además, entre los reclamos usuales en esa línea se encuentra el de la creación de una policía judicial, para evitar algo insólito: que la Justicia tenga que recurrir a las fuerzas de seguridad del propio poder que se debe investigar.
El tipo de juez condescendiente adopta una posición laxa en la investigación. Percibe a los imputados poderosos como pares sociales que no merecen la cárcel, un destino propio de los marginales. Edwin Sutherland, sociólogo norteamericano que hizo punta en detectar esa variable, dice que la homogeneidad cultural de jueces con estos delincuentes es determinante para que logren inmunidad. Se puede enfrentar esta postura con un ajuste del sistema. Debe haber una fuerte vigilancia previa sobre las causales de excusación de un juez. Es significativo el caso de uno de los jueces de la Cámara de Casación Penal que hace poco dictó el sobreseimiento de su propio ex cuñado en una relevante causa de corrupción pública.
El problema del juez ambicioso, que pretende seguir escalando posiciones en la carrera judicial y utiliza como moneda de cambio este tipo de causas, se puede bloquear -además de corregir los métodos de designación- con un cambio en la organización judicial. Esa reprochable estrategia se podría evitar estableciendo una organización judicial horizontal, en donde no existan jerarquías diferenciadas, sino únicamente distintas funciones.
El cuarto tipo de juez, el corrupto que vende su voluntad por dinero, sobrevive por un sistema de remoción engorroso y manejado por actores políticos y, principalmente, por una corporación judicial que, pese a no acompañarlo, no hace lo suficiente para expulsarlo de su seno.
Más allá de esas variantes específicas, hay una reforma del sistema que se impone para terminar con todas estas especies de jueces: el control de la sociedad.
La hipótesis de mínima es admitir en este tipo de causas la participación de representantes de la sociedad civil, como ONG especializadas en la lucha contra la corrupción y delincuencia económica. La hipótesis de máxima es la implementación del juicio por jurados, una fórmula constitucional prevista desde 1853. También es fundamental fortalecer el rol del principal auditor del proceso penal: el fiscal.
En la Argentina existen jueces dignos que no se corresponden con ninguno de esos prototipos. Pero las deficiencias del sistema no les permiten torcer la tendencia de impunidad. El juez que quiere investigar pero no puede es aquel que se encuentra limitado por la insuficiencia de recursos materiales y humanos, y por las vetustas normas procesales que empantanan el proceso. Según estadísticas de 2009 de la Corte Suprema, cada uno de los jueces federales de la Capital, que entre otros delitos deben atender los casos de corrupción, tiene que investigar 700 casos a la vez. Esos jueces no pueden centrarse en los casos más importantes porque para ellos no rige el llamado principio de oportunidad, un instrumento que admite desechar los asuntos de poca monta para concentrarse en los significativos.
A eso se le debe sumar un modelo procesal antiguo, en donde el juez debe formalizar todos sus pasos de investigación registrándolos por escrito en un legajo. Esa burocracia conspira contra la investigación ágil que exige este tipo de hechos complejos. Para aquel juez que pretende imprimirle ritmo a una investigación, también es un fastidio el racimo de normas que admiten tantas instancias de revisión a las decisiones que toma durante su pesquisa. La famosa causa por las coimas en el Senado estuvo varada 1078 días en la Cámara Federal para resolver incidencias procesales planteadas por las defensas.
Es sencilla la tarea de los abogados defensores en esas causas: sentarse y esperar que el propio sistema las fagocite.
Se necesita decisión política para establecer las reformas que terminen con la impunidad. Pero a muchos no les conviene inaugurar ese camino. © La Nacion
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